Amar sin ser Amado.

En un pequeño y olvidado pueblo llamado San Lucio, escondido entre densos bosques, la vida transcurría de manera tranquila. Sin embargo, el bosque que rodeaba el pueblo era un lugar de leyendas. Los aldeanos hablaban en susurros sobre una oscura entidad conocida como "El Espectro del Amor". Se decía que este ser aparecía cuando alguien amaba sin ser correspondido, buscando la desesperación de aquellos que anhelaban corazones ajenos.

En este pueblo, vivía un hombre llamado Julián. Tenía 38 años y había pasado toda su vida en San Lucio. Aunque Julián era una persona amable y cariñosa, estaba profundamente enamorado de Lucía, una mujer que parecía demasiado perfecta para él. Lucía era hermosa, inteligente y siempre sonreía, iluminando la vida de quienes estaban a su alrededor. Pero, desafortunadamente, Julián sabía que su amor nunca sería correspondido. Lucía estaba enamorada de un joven forastero llamado Marco, un hombre con aire de aventurero y un carisma que atraía a todos.

Cada tarde, Julián pasaba junto al río, observando a Lucía y Marco compartir risas y dulces palabras. El dolor en su corazón crecía con cada encuentro entre ellos. Una noche, impulsado por su desesperación, Julián decidió seguir los consejos de un viejo amigo del pueblo, Don Felipe, quien le había hablado sobre “El Espectro del Amor”.

-Si realmente deseas conocer el amor, o al menos el poder que proviene de tan intenso sentimiento, entonces debes hacerlo- le había dicho Don Felipe. -Ve al bosque y busca al Espectro-.

Con el corazón pesado y la mente llena de dudas, Julián se adentró en el bosque. Las sombras se alargaban a medida que el sol se ocultaba, y un escalofrío recorrió su cuerpo. A medida que avanzaba, la atmósfera cambiaba; los árboles parecían susurrar secretos, y las sombras danzaban a su alrededor. Después de un rato, se encontró en un claro iluminado por una tenue luz plateada.

En el centro del claro, apareció una figura etérea, una mujer con largos cabellos oscuros y ojos que brillaban como estrellas. Era el Espectro del Amor. Su voz sonaba como un eco distante.

-¿Por qué me has buscado, desgraciado amante?- preguntó.

Julián, tembloroso pero decidido, respondió:

-He venido a pedirte poder. Quiero que Lucía me ame. Estoy dispuesto a pagar cualquier precio-.

El Espectro lo miró con una mezcla de compasión y tristeza.

-El amor verdadero no se puede forzar, joven. Pero si lo que deseas es solo el deseo de ser amado, te concederé tu anhelo… aunque con un precio muy alto-.

Sin entender completamente las implicaciones, Julián aceptó. Entonces las sombras comenzaron a girar a su alrededor, y una risa suave y siniestra resonó en el bosque. Julián sintió una extraña energía fluir a través de él.

A la mañana siguiente, cuando se despertó, una extraña sensación de poder le envolvía. Salió de su casa y se dirigió a la plaza del pueblo. Para su sorpresa, todos en San Lucio comenzaron a mirarlo con admiración. Lucía, en particular, se acercó a él con una sonrisa radiante.

-Julián, no sé por qué, pero siento que nuestra conexión ha cambiado. Te he notado de un modo diferente- le dijo.

Julián sintió que su corazón se aceleraba. No podía creer lo que estaba sucediendo. Pasaron los días y la conexión entre Julián y Lucía creció. Sin embargo, a medida que el amor florecía, también lo hacía una inquietante oscuridad. Lucía comenzó a tener pesadillas, gritos en la noche que resonaban como ecos de terror.

Una noche, Julián decidió confrontar a Lucía sobre sus miedos.

-¿Qué te sucede, Lucía? Siento que hay una sombra sobre ti- preguntó con preocupación.

Ella lo miró con ojos llenos de lágrimas.

-Siento que hay algo maligno, algo que me persigue… No sé cómo explicarlo. Tengo miedo, Julián-.

A medida que el amor crecía, la sombra del Espectro parecía cobrar vida. Julián comenzó a notar que los árboles del bosque se estaban marchitando y que el pueblo, antes lleno de vida, experimentaba una extraña pérdida de color. Las risas de los niños se convirtieron en llantos, y la alegría en tristeza. Los aldeanos murmuraban sobre la maldición del Espectro del Amor.

Una noche, Lucía se desvaneció. Julián entró en pánico y se adentró en el bosque, siguiendo el rastro de su risa. Su corazón latía con ferocidad mientras buscaba. Encontró el claro donde había encontrado al Espectro por primera vez. La figura apareció de nuevo, más oscura y aterradora esta vez.

-¿Es que no lo entiendes, Julián? Has traído la desgracia a tu pueblo al buscar un amor que no era tuyo- dijo el Espectro con una voz sombría.

-¡Devuélvemela! ¡Te lo ruego!- gritó Julián, desesperado.

El Espectro sonrió fríamente.

-Tu amor egoísta ha liberado una maldición. Debes hacer un sacrificio. Si deseas que Lucía regrese, deberás renunciar a tu propia felicidad.

Con lágrimas en los ojos, Julián entendió que había tomado una decisión equivocada. A pesar de su anhelo, su amor no debía costar el sufrimiento de otros.

-Lo haré. Estoy dispuesto a renunciar a todo- dijo con firmeza.

El Espectro, satisfecho, emitió una risa resonante y desapareció en el viento, dejando a Julián solo en el claro. Al amanecer, Lucía apareció entre las sombras, con una mirada perdida, pero la vida y el color del pueblo comenzaron a regresar lentamente.

Julián sabía que nunca podría ser amado como lo deseaba. Sin embargo, aprendió que el verdadero amor no siempre significa recibir, a veces significa dejar ir. Agradecido, observó cómo Lucía sonreía, sabiendo que su sacrificio había salvado a su pueblo y a la mujer que amaba, sin ser amado de vuelta.

Y así, en San Lucio, la leyenda del Espectro del Amor continuó, una advertencia para aquellos que buscaban el amor a cualquier precio. Julián encontró la paz, entendiendo que a veces amar significa dejar que el corazón de otro ministre por sí mismo, incluso si eso pesa en el alma.

Autor: Paulo Barrera

Baila, Lucía, baila.

Lucía siempre había amado bailar. Desde niña, cuando las luces de la casa se apagaban por los cortes de energía del pueblo, ella se deslizaba por los pasillos iluminados solo por la luna, girando en silencio mientras su sombra se multiplicaba en las paredes. Su madre solía decir que tenía “alma de bailarina” y que hasta el viento se detenía a verla moverse.

Pero esa pasión se volvió una obsesión cuando cumplió diecisiete.

Fue en ese cumpleaños cuando encontré en el desván una caja polvorienta con un par de zapatillas de ballet antiguas. No eran suyas ni de su madre. Nadie en la familia recordaba haberlas visto. A pesar del cuero gastado y las cintas casi deshechas, encajaban perfectamente en sus pies, como si hubieran estado esperando por ella.

Desde aquella noche, Lucía bailaba solo a oscuras. Cerraba las ventanas, apagaba la luz y se entregaba al ritmo que solo ella oía. Un susurro lejano, casi una melodía, que parecía provenir del suelo mismo. Su madre empezó a notarla más pálida, con ojeras profundas, pero Lucía decía que estaba bien, que solo ensayaba mucho.

Lo que no contaba era que al bailar, sentía que algo la observaba.

El primer signo fue el espejo del pasillo. Mientras giraba en su rutina, creyó ver una sombra en el reflejo, alta y alargada, con unos ojos rojos encendidos como brasas. Se detuvo en seco. La sombra también. Pero cuando se acercó al cristal, no había nada más que su reflejo, temblando y sudorosa.

La noche siguiente, la melodía en su cabeza fue más clara. No podía resistirse. Bajó las escaleras en silencio, se colocó las zapatillas y empezó a bailar. El salón parecía más amplio, más frío. Y esta vez, no estaba sola.

Una figura se sentaba en la oscuridad, al borde de la habitación, apenas distinguible, como hecha de humo espeso. No tenía rostro, pero Lucía sabía que la miraba. Sintió miedo, pero no se detuvo. Al contrario, bailó con más pasión, con más entrega, como si sus pies ya no le pertenecieran.

Cada noche, la figura estaba ahí.

Cada noche, Lucía bailaba más y más horas, hasta que sus pies sangraban dentro de las zapatillas. Pero no podía parar. Si lo intentaba, una presión en el pecho la obligaba a continuar, como si unos dedos invisibles le estrujaran el corazón.

Una madrugada, su madre la encontró tirada en el suelo, temblando, con los labios morados y las pupilas dilatadas. Las zapatillas estaban pegadas a su piel, como si se hubieran fusionado con la carne. La llevó al hospital, pero los médicos no encontraron explicación. Dicen que era estrés, quizás una forma severa de sonambulismo.

Lucía no volvió a hablar desde entonces.

Pero seguía bailando.

Cada noche, a la misma hora, bajaba al salón. Su cuerpo se movía como arrastrado por hilos, como una marioneta. Su madre intentó encerrarla en su habitación, clavar la puerta, incluso atarla. Nada funcionaba. Siempre aparecía bailando, con la mirada perdida y una sonrisa desquiciada en los labios.

El pueblo comenzó a murmurar. Decían que la niña estaba “tocada”, que había hecho un pacto o que estaba poseída. Un cura fue a la casa, roció agua bendita por todos lados, gritó oraciones, pero salió pálido, diciendo que no volvería. “Esa niña baila para algo que no es de este mundo”, murmuró antes de marcharse.

Una noche de tormenta, todo cambió.

Lucía descendió como siempre, pero esta vez, el salón no era el mismo. El suelo era de mármol negro, las paredes se habían desvanecido y en su lugar había cortinas rojas que se movían sin viento. Candelabros flotaban en el aire, arrojando una luz rojiza. Y al fondo, en un trono de huesos, estaba él.

Tenía cuernos retorcidos como raíces secas, piel cenicienta y unos ojos que ardían como carbones. A su alrededor, cientos de sombras observaban en silencio.

Lucía no se detuvo. Ya no podía. Bailó como si su alma se desgarrara con cada giro. El diablo no apartó la mirada ni un segundo. Sonreía. Aplaudía con lentitud. Y a cada paso, Lucía sentía cómo algo dentro de ella se evaporaba.

Ya no era un baile. Era un sacrificio.

A la mañana siguiente, su madre encontró el salón vacío. Las zapatillas, en el centro, estaban llenas de sangre. No había rastro de Lucía.

Pero, desde entonces, cada noche, cuando el reloj marca las tres, el salón se cubre de niebla. Y si uno presta atención, puede oír una música lejana… y ver la silueta de una joven bailando en la oscuridad.

Dicen que si la miras demasiado tiempo, se detiene y te invita a bailar con ella.

Y si aceptas, el diablo te añade a su audiencia.

Clara.

En una fría noche de otoño, Clara caminaba por las desiertas calles de una ciudad que una vez le había parecido familiar. La luna pálida iluminaba su rostro con una luz fantasmagórica, pero ella no parecía notar la atmósfera inquietante que la rodeaba. Tenía la cabeza llena de dudas y recuerdos; había salido de casa esa mañana sin realmente saber hacia dónde se dirigía. Las hojas secas crujían bajo sus pies mientras se adentraba en un callejón oscuro, sintiendo que algo la llamaba.

Mientras avanzaba, las luces parpadeantes de un bar cercano llamaron su atención. "Quizás deba entrar y tomar algo caliente", pensó. Al cruzar la puerta, un escalofrío recorrió su espalda. El bar estaba casi vacío, solo dos figuras estaban sentadas en la barra. Una de ellas, un hombre de mirada profunda y penetrante, parecía observarla con interés.

-¡Hola! ¿No te parece que esta noche es perfecta para perderse?- le dijo el hombre, con una voz suave pero cargada de misterio.

Clara sonrió, aunque en su interior había un ligero desasosiego. -No estoy segura de lo que hago aquí-respondió, tratando de no dejar que su inquietud se notara. El hombre se presentó como Samuel. Se sentaron a charlar; Clara pronto descubrió que compartían intereses similares. Sin embargo, algo en la manera en que él la miraba la hacía sentir vulnerable.

La conversación fluyó mientras tomaban tragos, pero la sensación de extrañeza no desapareció. Era como si hubiera una nube oscura sobre su cabeza, y a cada sorbo, la tensión aumentaba. Clara decidió que era hora de irse. Pero tejió una red de mentiras para no asustar a Samuel. -Voy a dar una vuelta, no es nada, solo necesito aire fresco- dijo con una sonrisa.

Al salir, la noche había cambiado. La ciudad se sentía diferente, como si cada sombra escondiera un secreto oscuro. Se dio cuenta de que las calles estaban vacías, y lo que una vez fueron tiendas vibrantes ahora estaban cubiertas de telarañas y un silencio denso. Sentía que estaba atrapada en un extraño laberinto.

Clara giró en una esquina y se topó con un viejo parque. Las luces de las farolas parpadeaban tenuemente mientras se adentraba. Al cruzar el lugar, escuchó susurros que parecían provenir de los árboles. -¿Quién está ahí?- preguntó, su voz resonando entre la oscuridad. Pero solo recibió el eco de su propia voz como respuesta. El ambiente se volvió hostil.

Fue entonces cuando notó figuras fugaces moviéndose entre las sombras. Eran personas, pero sus rostros eran indistinguibles, como si las sombras mismas trataran de devorarlas. Una sensación de pánico comenzó a crecer en su interior. Decidió que debía regresar al bar, donde había sentido, aunque levemente, una chispa de conexión.

Cuando llegó de nuevo, el bar estaba igualmente desierto, y Samuel ya no estaba sentado en la barra. Solo había un espejo grande que reflejaba su pálido rostro. -¿Qué está pasando aquí?- se preguntó en voz alta, buscando respuestas en su propia imagen.

De repente, la luz del bar comenzó a parpadear violentamente, y Clara sintió un frío que le caló los huesos. Un rayo de luz iluminó el espejo, y en él, vio un atisbo de la verdad. En el reflejo, las imágenes de un accidente la abrumaron: un coche, a gran velocidad, lo que parecía ser ella misma cruzando la calle... Una imagen oscura de su propio rostro con una expresión de terror se hizo presente. Clara se dio cuenta de que había fallecido en ese accidente y no lo sabía. La verdad le golpeó como un martillo: estaba atrapada en un limbo.

-No puede ser- murmuró, tratando de reprimir las lágrimas. Fue entonces cuando la voz del hombre apareció de nuevo, esta vez desde el espejo. -La muerte no siempre es el final, Clara. Estás en una frontera, un espacio entre lo que fue y lo que podría ser.-

Clara se sintió paralizada, observando el espejo. Las figuras entre las sombras en el parque comenzaron a acercarse al bar, acercándose a ella, sus rostros cada vez más claros. Eran almas en pena, perdidas como ella. Se dio cuenta de que todas estaban allí por diferentes razones, atrapadas en su dolor y en sus remordimientos, incapaces de dejar ir.

Desesperada, Clara trató de romper la conexión con el espejo, pero una fuerza poderosa la retenía. Samuel surgió de entre las sombras, dejando de ser un simple barista para convertirse en un guía. -Debes enfrentarte a tus miedos, Clara. No puedes escapar de ti misma para siempre.-

Desesperada, Clara comenzó a recordar momentos de su vida: la risa con sus amigos, los abrazos de su madre, los sueños que había dejado atrás. Sentía que su corazón se rompía al abrir los ojos a lo que había perdido. Sin embargo, cada recuerdo se evaporaba después de un instante, llevándose consigo un pedazo de luz que ella aún tenía.

-¡No! ¡No quiero quedarme aquí!- gritó, sus palabras resonando en el vacío del bar. Las figuras comenzaron a acercarse, tomando la forma de recuerdos obstruidos. Era como si intentaran absorber su esencia. Se sentía como si se estuviera desvaneciendo.

-Recuerda quién eres- repitió Samuel. Finalmente, Clara comenzó a entender. Desde lo más profundo de su ser, sintió el amor de aquellos que había dejado atrás.

Con un grito final, se enfrentó a las sombras. -Soy Clara, y no tengo miedo. He vivido, y viviré en mis recuerdos- exclamó con fuerza. En ese momento, las sombras se disiparon y la luz envolvió su ser.

Cuando la luz brilló, sintió que el peso que la había mantenido atada desaparecía. Clara ya no estaba perdida. Había encontrado su camino hacia la aceptación, y con eso, la paz finalmente la abrazó.

La ciudad, con sus luces titilantes y sus sombras inquietantes, se desvaneció, dejando solo una brillante memoria de quien había sido. Aunque su cuerpo ya no estaba, su esencia viviría eternamente en el corazón de quienes la amaban. El ciclo se había completado, y con él, Clara encontró la libertad.

Autor: Paulo Barrera