Ecos del Otro Lado
· Capítulo 1: Luces sobre el Puente.
· Capítulo 2: La Posada del Cuervo Roto.
· Capítulo 3: Frío en el Piso 13.
· Capítulo 4: El Apartamento Vacío.
· Capítulo 5: El Aula Sellada.
· Capítulo 6: Último Tren a Ninguna Parte.
· Capítulo 7: La Rueda No Para.
· Capítulo 8: Frío Número 17.
· Capítulo 9: Proyección Final.
· Capítulo 10: Kilómetro Cero.
· Capítulo 11: Cosas Que No Debes Comprar.
· Capítulo 12: Los Libros del Subsuelo.
· Capítulo 13: Ritmo Fantasma.
· Capítulo 14: Las Ventanas de Varela 211.
· Capítulo 15: Aquí Descansa… ¿Quién?
· Capítulo 16: Frecuencia 0.
· Capítulo 17: El Mirador de las Ocho Cimas.
· Capítulo 18: La Línea de Ensamblaje.
· Capítulo 19: Habitación 3B.
· Capítulo 20: Turno Eterno.
· Capítulo 21: La Bruma de Salmorán.
· Capítulo 22: Habitación por Habitación.
· Capítulo 23: La Capilla de los Torcidos.
· Capítulo 24: El Precio de lo Viejo.
· Capítulo 25: Debajo de las Aguas que No Existen.
· Capítulo 26: Algo Respira Entre los Árboles.
· Capítulo 27: Túnel Cero.
· Capítulo 28: Espejo de Plomo.
· Capítulo 29: Final de Contador.
· Capítulo 30: Los que sueñan despiertos.
· Capítulo 31: Lo Que Traen las Mareas.
· Capítulo 32: Frecuencia Inhumana.
· Capítulo 33: La Torre del Silencio.
· Capítulo 34: Los Senderos de Nadie.
· Capítulo 35: La Recta Infinita.
· Capítulo 36: Los Niños de la Sombra.
· Capítulo 37: Última Parada.
· Capítulo 38: Pacientes sin cita.
· Capítulo 39: Sin salidas.
· Capítulo 40: La Puerta Siempre Abierta.
Capítulo 1: “Luces sobre el Puente”.
Hay un puente en la ciudad de Santa Isabel, uno que la gente evita después del anochecer. No es particularmente largo, ni tiene una historia sangrienta como los lugares que aparecen en los programas de crímenes reales. Pero si preguntas en los bares o en la estación de servicio de la avenida central, más de uno fruncirá los labios y dirá: “ese puente no es normal”.
No lo es.
Matías lo cruzaba cada noche desde hacía casi un año. Vivía en la parte vieja de Santa Isabel, donde los techos eran de chapa oxidada y los perros callejeros parecían organizados en pequeñas pandillas. Trabajaba como guardia en un centro comercial al otro lado del río. El puente, de hierro y concreto, tenía un aire cansado, como un anciano que ya no puede sostenerse bien.
Esa noche, la primera semana de noviembre, Matías salió a las once como siempre. El frío raspaba las mejillas y el cielo se cerraba en una masa gris sin estrellas. Caminaba con las manos en los bolsillos, los auriculares puestos, escuchando a Leonard Cohen cantar sobre el fin del amor.
Fue entonces cuando vio las luces.
Primero pensó que eran luciérnagas, aunque sabía que en mayo ya no había. Luego pensó que quizás era un coche detenido a mitad del puente. Pero las luces no estaban en la carretera. Flotaban. A medio metro del suelo. Cuatro esferas del tamaño de un puño, azuladas, titilando suavemente como si respiraran.
Matías se detuvo. Quitó los auriculares. Silencio. Solo el crujido lejano de los árboles y el rumor del río, como si alguien susurrara bajo el agua.
Las luces flotaron hacia él. Retrocedió un paso. Luego otro. Sintió el corazón apretar. Eran...hermosas. Pero había algo más. Algo en la forma en que se movían. Ninguna era natural. Ninguna era humana. Como si no estuvieran hechos para este mundo. El aire se volvió denso.
Cuando Matías quiso correr, las luces ya lo habían rodeado. El frío se volvió insoportable. No como el de una noche de otoño, sino como si el invierno entero le hubiera agarrado por el cuello. Y entonces escuchó el primer grito.
No vino de él. Era una voz. De niño. Lejana, pero clara. Decía su nombre. "Mati..."
Se giró. No había nadie. Las luces seguían ahí, girando lentamente a su alrededor, como depredadores que saborean la espera.
-¿Qué es esto?- susurró, más para sí que para ellas.
Y entonces el puente cambió. Ya no era de concreto. Bajo sus pies, la superficie era de madera podrida, como un muelle. Los barrotes de hierro habían desaparecido. El río era más oscuro, más profundo, y algo se movía en él, algo con formas que no se pueden nombrar sin perder un poco la razón.
Matías cerró los ojos. Los abrieron. Nada. El puente volvió a ser como antes. Hormigón y hierro. El río, manso. Pero las luces seguían ahí.
Una de ellas se acercó hasta su rostro. Sentía el calor en la mejilla, pero al mismo tiempo... era como si algo dentro de él se estuviera enfriando. Sus recuerdos, quizás. Como si esa cosa pudiera olfatearlos y elegir cuál llevarse.
Y lo hizo. Porque Matías no volvió a casa esa noche.
A la mañana siguiente, un pescador lo encontró caminando por la orilla, desnudo, empapado y temblando. No sabía cómo se llamaba. No sabía qué hacía en Santa Isabel. Cuando le preguntaron si se sentía bien, solo dijo una frase, una y otra vez, hasta que lo llevaron al hospital psiquiátrico:
“Las luces me miraron. Yo no pestañeé”.
Durante semanas, los médicos intentaron hacerle recordar. Le mostraron fotos, documentos, le hablaron de su madre, de su exesposa, de su perro. Nada. Matías miraba por la ventana y sonreía de una forma que inquietaba. A veces hablaba con las luces. A veces lloraba cuando se hacía de noche.
Tres semanas después, se quitó la vida con los cordones de sus zapatos.
Su madre, devastada, exigió una investigación. Se revisaron las cámaras del puente. No había nada. Ni luces. Ni cambios en la estructura. Solo Matías, caminando por el puente, deteniéndose a mitad de camino, mirando algo que no estaba ahí para los demás.
Santa Isabel siguió su curso. Pero el puente... el puente no olvidó.
A veces, aún hoy, si cruzas por ahí después de las once, puedes verlas. Las luces. Flotando suavemente a lo lejos. No se acercarán a cualquiera. Solo a los que están rotos por dentro. Los que escuchan canciones tristes mientras caminan solos.
Y si alguna vez ves que se paró frente a ti… no pestañees.
Capítulo 2: “La Posada del Cuervo Roto”.
El cartel de madera crujía al viento como si estuviera vivo. Un cuervo tallado con una sola ala colgaba torcida sobre la entrada de la posada, con el pico abierto en un grito congelado. Las letras que decían “Cuervo Roto Hotel” estaban casi borradas por la humedad. Nadie con sentido común se detendría allí, pero Raquel no tenía muchas opciones.
La tormenta la había sorprendido en la vieja carretera estatal 85, y su auto, un sedán gris que ya pedía descanso, había muerto a dos kilómetros del desvío. Caminó bajo la lluvia, maldiciendo, hasta que la vio: la posada, vieja y encorvada, como una mujer que carga demasiados secretos en la espalda.
La puerta crujió al abrirse, y el calor la envolvió como una bofetada.
-¿Hay habitaciones disponibles?- preguntó, chorreando agua sobre la alfombra deshilachada.
Detrás del mostrador había un hombre alto, flaco, con una piel que parecía papel arrugado y ojos que no parpadeaban. Llevaba un chaleco marrón y una corbata roja desteñida.
-Claro que sí, señorita. Siempre tenemos lugar. Aquí no hay mucha clientela desde el... accidente.
-¿Accidente?
-Bah, cosas viejas. Nada que preocupe a alguien de paso. ¿Una noche?
Raquel asintió. Algo en su interior gritaba que se fuera, que caminara de vuelta al coche, incluso si tenía que dormir en el asiento. Pero sus pies no se movieron. El hombre le dio la llave de la habitación 4.
-Desayuno a las siete. Si escuchas ruidos, no salgas del cuarto.
-¿Ruidos?
-Ratas- sonrió el recepcionista, aunque sus ojos no acompañaron la sonrisa. -Muy activa por las noches.
El pasillo olía a moho y desinfectante barato. Las paredes estaban cubiertas de cuadros antiguos, todos con el mismo motivo: cuervos. Volando, cayendo, mirándola. Uno en particular, cerca de su habitación, tenía algo raro. En lugar de ojos, tenía dos huecos negros. Y su pico estaba... abierto. Como el del cartel.
La habitación era pequeña, pero limpia. Cama de hierro, colcha floreada, una silla de respaldo recto y una lámpara de mesa con pantalla amarilla. Rachel se quitó los zapatos mojados y dejó caer su bolso en el suelo. Estaba agotada.
Afuera, la tormenta golpeaba con furia. Relámpagos como cuchillas cruzaban el cielo.
A las dos de la mañana, la despertó un golpe seco. Uno. Luego otro. Venía del pasillo.
Raquel se sentó en la cama, el corazón golpeando más fuerte que la lluvia. Recordó lo que dijo el recepcionista. Ratas. Muy activas.
Pero no sonaban como ratas. Sonaban como pasos.
Se levantó despacio, descalza y pegó el oído a la puerta. Silencio. Luego… un rasguño. Como de garras sobre madera. Se apartó, temblando.
Y entonces... la cerradura giró. Del otro lado.
Raquel retrocedió de un salto.
-¿Hola?- llamó.
Nada.
La perilla se movió. Una vez. Dos. Luego, un chillido. Ningún humano. Ningún animal. Un chillido que hizo vibrar los vidrios.
Raquel corrió al baño. Cerró la puerta. Encendió la luz. El espejo estaba empañado, aunque el baño no tenía ducha.
Y en el centro del espejo, escrita con dedos invisibles, apareció una palabra:
“SIN SALIDA.”
Raquel retrocedió hasta golpear la pared. Temblaba. Quería gritar, pero algo le decía que no debía hacerlo. Que si lo hacía, eso que estaba del otro lado sabría que tenía miedo.
La lámpara de la habitación parpadeó y se apagó. Silencio total. Después, pasos. Lentos. Fuertes. Como si alguien arrastrara algo pesado por el pasillo.
Un golpe contra su puerta. Después de otro. Y otro más. Raquel se cubrió la boca con ambas manos.
Algo pasó por debajo de la puerta del baño. Una sombra. Una especie de humo. Como una figura sin cuerpo.
Y entonces oyó un graznido. Uno seco, bajo, gutural. De cuervo. Pero distorsionado. Como si viniera de una garganta demasiado grande para un ave.
La sombra retrocedió. Los pasos se alejaron. Y todo volvió al silencio. Raquel no durmió.
A las siete en punto, bajo a toda prisa. El vestíbulo estaba vacío. El recepcionista ya no estaba. Solo había un hombre de limpieza, barriendo el polvo como si no importara nada más en el mundo.
-¿Dónde está el encargado?- preguntó Raquel, con los ojos rojos.
El hombre la miró con sorpresa.
-¿Encargado? Esta posada no funciona desde hace seis años. Cerraron tras el incendio. Murieron cuatro personas. Un huésped y tres empleados. Una desgracia.
Raquel palideció.
-No...eso no puede ser. Yo...anoche...
El hombre asentó con la cabeza, lento.
-A veces la gente se mete aquí. Por error. Pero no deberían. Aquí no queda nada...excepto los ecos.
Raquel no volvió a hablar de lo que vio. Vendió su auto, renunció a su trabajo, se mudó a otro estado. Cada tanto, en sueños, ve el cuervo. El del cuadro. El del cartel.
Y siempre, justo antes de despertar, lo oye graznar. Justo detrás de ella.
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Capítulo 3: “Frío en el Piso 13”
Había algo raro en la Torre Miramar. No se notaba desde afuera: era un edificio elegante, de esos con fachada de vidrio y mármol, situado en el corazón del distrito financiero. Oficinas relucientes, ascensores veloces, recepcionistas con sonrisas blancas. Todo parecía normal.
Salvo por el piso 13.
No apareciera en el panel del ascensor. No figuraba en el directorio. Ninguna de las oficinas tenía esa numeración. Para los visitantes, el edificio pasaba del 12 al 14 como si nada. Pero los trabajadores sabían. Sabían que entre el piso 12 y el 14, había algo.
Y algunos, muy pocos, sabían que ese algo... los observaba.
Silvana Duarte trabajaba en el piso 14 como analista de sistemas para una consultora de seguridad. Era meticulosa, escéptica y sufría de insomnio. Las últimas semanas había estado quedándose hasta tarde, revisando servidores y documentaciones obsoletas. Solía ser la última en irse.
Una noche, poco después de la medianoche, bajó por las escaleras porque el ascensor estaba fuera de servicio. Al pasar del 14 al 12, notó una puerta. Gris, sin número. Nunca la había visto. Juraría que antes ese tramo era solo pared.
Estaba ligeramente entreabierta. Y de adentro salía frío. No un frío común. Un frío seco, inmóvil. Como si al otro lado no hubiera aire. Ni tiempo. Ni nada. Como si abre la puerta de un congelador... o de un abismo.
Silvana quedó paralizada. Se acercó. Empujó apenas la puerta con la yema de los dedos. El frío aumentó. Y escuché un susurro. Su nombre: "Silvana..."
Retrocedió de golpe. Cerró la puerta con fuerza. Subió de nuevo al piso 14 sin mirar atrás. No durmió esa noche.
Al día siguiente, preguntó a Mario, el encargado de mantenimiento. Él bajó la mirada.
-Aquí no hay piso 13. Nunca lo hubo-.
-Vi la puerta-.
-No la viste-.
-Mario…-
-Hay cosas que no deben tocarse. Y esa es una de ellas-.
Pasaron los días. Silvana intentó ignorarlo. Pero cada vez que bajaba las escaleras, sentía el frío. Cada vez más intenso. Como si algo del otro lado supiera que ella lo había notado. Que lo había despertado.
Y entonces empezaron las fallas. En su computadora, archivos que nunca abrieron se duplicaban. Correos sin remitente aparecían a las tres de la madrugada. Uno solo tenía una palabra: "Acércate".
Una madrugada, tras una jornada agotadora, Silvana cometió el peor error: bajó de nuevo. Y la puerta estaba más abierta. Esta vez no pude evitarlo. Entró.
El piso 13 no tenía luz. Solo una penumbra pálida que no venía de ninguna parte. El aire estaba tranquilo. Las paredes eran grises, lisas, sin textura. No había escritorios. Ni sillas. Ni ventanas. Solo un pasillo. Y al fondo, algo que se movía.
Una figura. Alta. Demasiado alto. Sin rostro. Solo la piel tensa, como de papel húmedo, y una cabeza que parecía girar sin moverse.
Silvana no podía moverse. Quería gritar, pero la voz se le ahogaba en el pecho.
La figura levantó una mano. Tenía dedos grandes, como ramas. Señaló hacia ella. Y entonces, el piso tembló. No como un terremoto, sino como si el edificio entero respirara. "Estás dentro."
No lo oyó. Lo sintió. Dentro de su cabeza. Como una idea que no era suya.
Corrió. Volvió a la puerta. Subió las escaleras. Llorando. Jadeando. Nadie la vio salir. Nadie estaba ahí.
Desde entonces, Silvana ya no duerme. Cuando cierra los ojos, ve el pasillo. Siente el frío.
El ascensor del edificio volvió a funcionar, pero ella ya no lo usa. Solo toma escaleras. Nunca pasa del piso 12. Trabaja desde casa ahora. Aunque a veces, jura que al revisar los archivos del servidor, aparece una carpeta vacía llamada “13”. Si intenta borrarla, regresa.
Hace tres noches, se despertó empapada en sudor. Y en la pared de su dormitorio, escrita en escarcha, había una frase: “Estás dentro”.
Ella sabe que nunca salió del piso 13. Solo... se lo llevó consigo.
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Capítulo 4: “El Apartamento Vacío”
El edificio Los Olivos se alzaba como un anciano encerrado sobre la calle Principal. Era uno de esos bloques construidos en los años setenta, con pasillos estrechos, buzones oxidados y una fachada salpicada de manchas de humedad que parecían mapas de países olvidados. Nadie se mudaba ahí por gusto. Era barato. Punto.
Ismael se había separado hacía tres meses. Llevaba dos viviendo en el departamento 306. Trabajaba en una tienda de repuestos automotrices y pasaba las noches en silencio, con la tele encendida solo para hacer compañía.
Desde su primer día, le dijeron lo mismo en la portería:
-El 307 está vacío. No se asuste si escucha ruidos.
-¿Ruidos?
-Vieja cañería. Paredes delgadas. Lo típico.
Pero no era típico. No tardó en notarlo.
A las 3:13 exactas, cada madrugada, se escuchaba cómo se abría la puerta del 307. Una bisagra oxidada chillaba como si gritara. Luego, pasos. Lentos. Descalzos. Cruzaban el pasillo frente a su puerta y se detenían. Siempre se detenían.
Ismael, al principio, pensó que era su imaginación. Pero una noche, dejó una hoja de papel bajo su propia puerta, como quien pone una trampa.
A la mañana siguiente, había una marca.
Una pisada. Sucia. Pero no de barro ni de tierra. Como si alguien hubiera pisado algo… que no existe en este mundo.
Intentó hablar con otros vecinos. La mayoría no quería involucrarse.
-A nadie le gusta hablar del 307- dijo una mujer en el cuarto piso. -Hace años vivía ahí un hombre solo. Nunca salía. Un día, desapareció. Dijeron que se fue. Pero... no se llevó nada. Ni ropa. Ni platos. Ni siquiera su perro.
-¿Y el perro?-
-También desapareció-.
Ismael no era supersticioso. No creía en fantasmas. Hasta que una noche escuchó cómo alguien golpeaba su puerta. Una vez. Luego otra. Luego un susurro: “¿Puedo pasar?”.
No abrió.
A los días, algo peor. Despertó con la sensación de que lo observaban. La tele estaba encendida, aunque él la había apagado antes de dormir. En la pantalla había estática. Blanco y negro. Zumbido agudo. Y en medio de la estática… una sombra. Como si algo se moviera dentro del aparato. Como si su reflejo… no fuera suyo.
Lo desenchufó. Pero la pantalla siguió encendida cinco segundos más.
En ese reflejo, vio claramente su propio apartamento. Solo que… no estaba solo. Había alguien más parado detrás de él. Alto, encorvado, con un rostro cubierto por sombras.
Ismael se dio la vuelta. Nada.
Desde entonces, algo cambió en el 306. El frío no se iba, incluso con calefacción. Las luces parpadeaban cada vez que él pasaba frente al espejo del baño. Las plantas morían en un día. Y cada noche, a las 3:13, la puerta del 307 seguía abriéndose. Pero ahora también golpeaban la suya.
Una noche, harto, tomó valor. Salió al pasillo. La puerta del 307 estaba entreabierta. Oscura por dentro, como un túnel sin fin. Desde ahí salía un olor indescriptible. Una humedad vieja. Un encierro. A algo… podrido.
Y entonces lo oyó. No un susurro. No un paso. Sino una respiración. Lenta. Profundo. Como si el departamento estuviera… vivo. Y respirará.
-¿Quién está ahí?- preguntó Ismael, temblando.
Del interior, una voz respondió: “Yo soy el que queda cuando todos se van”.
Cerró la puerta con un grito. Corrió. Baja las escaleras. Esa misma noche dejó el edificio con lo puesto. Nunca volvió.
Días después, un joven llamado Bruno se mudó al 306. Firmó contrato sin leer. Era barato. Punto.
La noche de su llegada, a las 3:13, escuchó que se abría la puerta del departamento de al lado. Escuchó pasos. Y luego, tres golpes en su puerta. Uno. Dos. Tres. Vio a través de la mirilla, no había nadie. Pero en el suelo, frente a su puerta, encontró una hoja de papel. Con una pisada. Y una frase escrita con tinta temblorosa: “No lo dejes entrar”.
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Capítulo 5: “El Aula Sellada”
La Escuela Primaria San Humberto llevaba cerrada desde 1994. Se decía que una falla estructural la había condenado al abandono, pero en los pueblos pequeños las verdades se pudren con el tiempo, y los rumores florecen en su lugar.
Marta no creía en esos cuentos. Era arquitecta, enviada por el gobierno municipal para evaluar la posibilidad de demoler la estructura. No le molestaban los lugares vacíos. Los encontraba
tranquilizadores. Allí no había ruido, ni gente, ni problemas. Solo muros y vigas esperando hablar en su lenguaje secreto: grietas, humedad, cimientos agrietados. Pero esa escuela tenía otro idioma. Uno que no aprendió en ninguna universidad.
El primer día, Marta recorrió los pasillos con una linterna y su cuaderno. La luz natural apenas se colaba por las ventanas rotas. En el aire había polvo en suspensión y un olor a papel viejo, moho, y algo más… algo parecido al formol.
El gimnasio estaba invadido por murciélagos. La biblioteca tenía libros abiertos sobre los escritorios, como si alguien los hubiera estado leyendo justo antes de irse.
Pero fue el Ala C, al fondo del segundo piso, lo que llamó su atención. Una puerta estaba sellada con tablones clavados desde afuera. Sobre la madera, escrita con pintura roja deslavada, había una advertencia: “NO ABRIR – AULA 6C”
Marta preguntó a un ex conserje, un hombre viejo con el aliento cargado de ron barato. Él negó con fuerza:
-Esa aula… no existe. Se cerró sola. Después del incendio. Después de los dibujos-.
-¿Qué dibujos?-
-Los que aparecieron en las paredes. Cosas… que los niños no deben saber-.
Esa noche, Marta soñó con una niña. Estaba sola, en un alumno al fondo de un aula, escribiendo algo en su cuaderno. Cuando Marta se acercaba, la niña levantaba la cabeza. No tenía ojos. Solo cuencas negras de donde fluía tinta espesa.
Despertó empapada en sudor.
Al tercer día, Marta decidió abrir el aula sellada. No lo hizo por morbo, sino por necesidad técnica. Si iba a evaluar el edificio, necesitaba revisar cada espacio. Nadie la detuvo.
Quitó los tablones. La puerta no tenía cerradura, pero estaba hinchada por la humedad. La empujó con fuerza. El aula estaba intacta. Bancas alineadas. Pizarrón aún con tiza, como si alguien hubiera escrito ahí y luego simplemente se hubiera desvanecido.
Pero lo más extraño eran las paredes. Estaban cubiertas de dibujos infantiles, hechos con crayón: casas, soles, árboles… al principio, normales.
Luego, algo cambió. A medida que se acercaba al fondo del aula, los dibujos se volvían más oscuros. Figuras humanas sin rostros. Niños rodeados de sombras negras con garras. Puertas que sangraban. Un dibujo de la misma aula, visto desde arriba, con un solo niño en el centro… y decenas de figuras a su alrededor, de pie, mirándolo sin ojos.
Y al fondo, justo donde había soñado con la niña, estaba el último dibujo. Una figura alta. Con una túnica negra. Sin rostro. Pero con una boca cosida. Debajo, en letra infantil: “Él enseña en el silencio”.
Esa noche, no volvió al hotel. Se quedó en la escuela, revisando archivos en la antigua sala de profesores. Entre carpetas húmedas y documentos amarillentos, encontró una ficha: “Clase 6C. Curso 1994”. Faltaban los nombres de varios alumnos. Habían sido borrados. Pero en la esquina, alguien escribió de una mano: “9 entraron. 1 salió. Aula sellada por recomendación psicológica”.
Marta sintió un frío recorriéndole la espalda.
A las 3:14 de la madrugada, oyó un sonido. Tiza raspando pizarra. Salió al pasillo.
En el aula 6C, la puerta estaba abierta de nuevo. Dentro, alguien, o algo, escribía en la pizarra. Marta no podía ver la figura completa. Solo su silueta. Alargada. Oscilante. Como una sombra sin fuente.
La tiza se movía sola, escribiendo lentamente: “Vuelve a clase”.
Ella retrocedió. Cerró la puerta. La selló de nuevo con una mesa, bancos, lo que encontró. No volvió a entrar.
Antes de marcharse, tomó una foto de uno de los dibujos. El del aula vista desde arriba. Pero en la imagen… había algo más. Un detalle que no estaba en el original.
Una figura nueva, parada entre los pupitres. De espaldas. Con una linterna en la mano. Dibujada con un trazo idéntico al de los otros niños. Una mujer. Ella.
Marta quemó la copia impresa. Y el archivo. No sirvió. Algunos días, su teléfono se enciende solo a las 3:14 am Pantalla negra. Sin notificaciones. Solo una palabra que parpadea en el centro: “Presente”.
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Capítulo 6: “Último Tren a Ninguna Parte”
La Estación Belgrano Sur fue cerrada en 1987 tras un accidente del que pocos quieren hablar. La versión oficial menciona fallas mecánicas, una confusión de señales, niebla densa. El resultado: un tren de pasajeros se desvió del recorrido habitual, se desvaneció en la madrugada, y nunca llegó a destino.
Ni rastros. Ni escombros. Ni cadáveres. Simplemente… desapareció.
Raúl, fotógrafo independiente y obsesivo del abandono urbano, llegó a la estación con su cámara Nikon, una mochila con víveres, y un objetivo claro: documentar el lugar para su proyecto personal “Límites del Olvido . Nadie lo acompañó. A nadie le interesaba ese sitio.
Cuando llegó, el sol ya bajaba. La estación era un esqueleto de hierro y concreto cubierto por polvo y enredaderas. Vagones oxidados, bancos astillados, relojes detenidos a las 3:16 am
El silencio era total. Pero Raúl, con su cámara al cuello, sintió algo más allá del abandono. Un pulso. Como si el lugar aún latiera.
Empezó a tomar fotos. Puertas herrumbrosas. Señales caídas. El letrero de bienvenida, corroído, donde apenas se leía el nombre: “Be_ _ _ _ o Sur”.
Al enfocar una de las plataformas, la cámara se congelará. No la pantalla. El obturador. No respondía. Cuando revisó el visor, lo vio: en el fondo de la imagen, borroso, parado junto a las vías, un hombre con un sombrero antiguo y una maleta negra.
Raúl bajó la cámara. Miró con sus propios ojos. No había nadie.
Volví a revisar la imagen. Ahora el hombre estaba más cerca. Casi en primer plano. Pero su rostro era una mancha borrosa. Un borrón estático.
Trató de irse. Pero el camino que había tomado para entrar… ya no estaba. Era imposible. Había cruzado un puente peatonal oxidado, bordeado por cañaverales. Ahora, solo había más vías. Más niebla. Y un frío que calaba los huesos, aunque todavía no era invierno.
Un silbido lejano cortó el aire. Un tren.
Raúl no quería creerlo, pero lo oyó. El chirrido metálico. El golpe seco sobre los rieles. Se asomó a la plataforma, y entonces lo vio: Un tren se acercaba. Negro. Lento. Sin luces. Como hecho de sombras sólidas. Conductor del pecado visible. Cada vagón era más oscuro que el anterior. No parecía moverse… avanzaba sin desplazarse, como si se deslizara por el tiempo.
Raúl retrocedió. El tren se detuvo justo frente a él. Una puerta se abrió sola. Y desde dentro, una voz áspera, como si el metal hablara por sí mismo, dijo: “Sube, pasajero”.
Él huyó. Corrió hacia el edificio de control. Forzó la puerta oxidada. Dentro, encontré viejas bitácoras, papeles tirados por el suelo y una grabadora aún conectada. Una de esas que usan cintas magnéticas.
La encendió. La cinta giró. La voz de un operador, nerviosa, hablaba: “Aquí estación Belgrano Sur. Tren 3018 en ruta. Pasajeros a bordo. Reporta niebla cerrada… espera… ¿Qué es eso? ¿Por qué están todos… quietos? No se mueven. Nadie habla. No me miran. No me…”
Hacer clic.
La cinta se detuvo. Raúl la rebobinó. Nada. Silencio absoluto. Como si lo que había escuchado nunca hubiera estado ahí.
Al salir, el tren seguía ahí. Y ya no estaba vacío.
A través de las ventanas opacas, pudo ver formas. Personas. Sentadas. Inmóviles. Algunas con los ojos cerrados. Otras con las bocas abiertas en un grito congelado. Una de ellas, en la tercera ventana, era idéntica a él.
Su chaqueta. Su barba. Misma cámara colgando del cuello.
Raúl gritó. Arrojó piedras. Corrió de nuevo. En la sala de espera, encontró relojes viejos colgados en la pared. Todos marcaban 3:16. Todos tenían la palabra “Nowhere” tallada en la esfera, en lugar de marcas de hora.
Abrio su mochila. La cámara ya no funcionaba. La pantalla mostraba una sola imagen: una toma frontal del tren, con él de pie en la plataforma, mirando directamente al lente. Pero no recordaba haber tomado esa foto.
Al día siguiente, cuando un grupo de senderistas cruzó por la zona, encontraron la estación exactamente igual. Sin señales de vida. Sin tren. Solo una cámara sobre un banco, cubierta de polvo. Y dentro, una última imagen. Un tren detenido en la niebla. Una puerta abierta. Y una figura entrando.
Raúl nunca volvió. Pero algunos dicen que si visitás la vieja estación a las 3:16 am, podrás escuchar el silbido de un tren que no existe. Y si esperas lo suficiente… el Nowhere Express hace su última parada. “Para llevarte a donde todo lo olvidado todavía respira”.
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Capítulo 7: “La Rueda No Para”
El Parque Calipso cerró en 1999 tras un incendio que destruyó parte del carrusel y dejó inutilizable la montaña rusa. Nadie murió, pero los testigos hablaban de una figura que apareció entre las llamas, caminando sobre la pista incendiada, sonriendo. Desde entonces, el lugar fue olvidado por las autoridades… pero no por todos.
Damián, yuotuber urbano, tenía un canal de exploraciones donde investigaba lugares abandonados. En sus videos solía bromear, poner música de fondo, editar con memes. Pero cuando llegó a Calipso, algo cambió. El tono de su voz. La forma en que enfocaba.
Ese último video fue el único que subió sin cortes. Sin música. Sin comentarios.
Solo 36 minutos de imágenes crudas, entrecortadas, con un zumbido constante en el fondo. Como una nota sostenida. O un susurro digitalizado.
Damián entró al parque a las 2:40 de la madrugada. La verja oxidada estaba abierta, aunque nadie la había tocado en años. Llevaba linterna, dron y una GoPro pegada al pecho. La cámara grabó todo.
Primero enfocó la caseta de boletos. Vidrios rotos, archivos desteñidos. Luego caminó hacia el corazón del parque: la gran rueda de la fortuna.
Y ahí fue cuando algo empezó a fallar. Las luces del parque, aunque desconectadas, parpadearon una vez.
La rueda, completamente oxidada, crujió. Se movió. Un giro lento. Un solo asiento ascendiendo, como si alguien invisible lo hubiera abordado.
En los parlantes, cubiertos de telarañas, empezaron a sonar una canción: “Rueda, rueda sin parar, lleva al cielo sin mirar...”
Voz infantil. Distorsionada. Sin fuente clara. La cámara de pecho captó el temblor de las manos de Damián. Pero él siguió grabando.
-¿Hay alguien más aquí?- preguntó, sin recibir respuesta.
Un globo rojo cruzó flotando frente a él. Nadie lo sostendría.
Cerca del antiguo escenario principal, Damián encontró un espejo de feria roto. Al apuntar con la linterna, su reflejo... no lo imitaba. Mientras él retrocedía, su reflejo sonreía.
Luego, levantó la mano y escribió algo sobre el vidrio roto: “Todos giran. Nadie baja”.
El video muestra a Damián corriendo hacia la salida. Pero la verja ya no estaba. Solo más juegos. Más caminos. Más niebla.
La cámara vibra. La imagen se torna roja por unos segundos, y la distorsión aumenta. Se oyen risas lejanas. Pasos que lo rodean. Sombras que cruzan frente al lente, demasiado rápido para distinguir.
Una voz, casi imperceptible, murmura: “Un asiento queda libre”.
Lo último que se ve es la gran rueda girando. Lentamente. Uno de los asientos, el más alto, tiene una figura sentada.
La imagen se acerca, el zoom digital grita. La cara es la de Damián. Pero está pálido, inmóvil, con los ojos abiertos mirando hacia abajo. Y sonríe.
El video termina ahí.
YouTube lo bajó a los dos días, alegando “contenido sensible no verificable”. El canal fue eliminado.
Pero hay copias. Y quien las ve, asegura una cosa: si pausas justo antes del final, podés verte reflejado en uno de los asientos vacíos.
Y después de eso… empezás a soñar con la canción.
“Rueda, rueda sin parar…”
Y con la voz que te invita: “Tu turno ya viene”.
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Capítulo 8: “Frío Número 17”
La Morgue Municipal de Santa Clara cerró a mediados de los 2000. Oficialmente, por fallas en el sistema eléctrico y denuncias de negligencia. Pero los que trabajaron allí, los pocos que aún viven, no hablan del lugar.
Dicen que no fue el sistema el que falló, sino el tiempo. Que las cosas dentro de las cámaras refrigeradas comenzaron a despertar.
Noelia era estudiante de Medicina Forense. Ambiciosa, escéptica y acostumbrada al olor del formol, obtuvo permiso especial para ingresar al viejo edificio y tomar fotografías para su tesis sobre procedimientos obsoletos de conservación.
Llevaba linterna, grabadora de voz y un mapa del lugar. Pero apenas entró, algo no cuadró.
El ambiente no era solo húmedo y frío: era denso. Como si el aire no quisiera ser respirado.
Todo estaba exactamente como lo habían dejado. Camillas oxidadas. Pinzas quirúrgicas cubiertas de polvo. Un par de guantes todavía puestos sobre una bandeja, como si el forense hubiera salido por café… y jamás regresado.
Pero lo que más le llamó la atención la fue el pasillo principal, el que conducía a las cámaras de refrigeración. Todas numeradas, del 1 al 20. Excepto el número 17.
Esa estaba marcada con una cruz roja pintada a mano. Y debajo, grabado con bisturí:
“NO ABRIR. NO MIRAR. NO ESCUCHAR”.
Noelia grabó una nota de voz: “Cámara 17 presenta marcas no oficiales. Posible vandalismo. Investigar”.
Y lo hizo. Pese a las advertencias, tiró de la manija. La puerta estaba pesada, atascada, como si algo al otro lado empujara en contra. Pero cedió.
Dentro no había nada. Eso pensó.
Esa noche, revisando las grabaciones, escuchó algo. Justo después de abrir la Cámara 17. Un segundo de audio. Inconfundible.
Un susurro. Bajo. Roto. Como una garganta sin cuerdas vocales: “Cierra la puerta”.
Noelia rebobinó. Repetidas veces. El susurro estaba ahí. Pero ella no lo había oído en el momento.
Volví al día siguiente. Encontró huellas. Desnudas. Pequeñas. Humedecidas, como de algo que acababa de salir del frío.
Iban desde la Cámara 17 hasta la sala de autopsias. Y luego… desaparecían.
Revisó los cajones. Todos vacíos. Excepto uno.
El segundo de la derecha se negó a abrirse del todo. Desde dentro, algo empujaba. Algo blando. Algo que no quería quedarse donde estaba.
Cuando finalmente lo forzó, el cajón se abrió… vacío.
Pero su guante quirúrgico, el que había dejado sobre la mesa el día anterior, ahora estaba dentro. Y tenía los dedos cerrados en un puño apretado.
Asustada, Noelia intentó irse. Pero la puerta principal, aquella por la que había entrado sin problema, estaba ahora completamente soldada desde fuera. Como si alguien hubiera trabajado en silencio mientras ella exploraba. Como si supieran que alguien más había despertado.
Horas después, grabó su último mensaje en la grabadora: “Estoy atrapada. El generador sigue funcionando, pero no hay luz. La Cámara 17 no estaba vacía. Algo salió. Escucho pasos. Pero no hay nadie. Huele… como si alguien respiraa detrás de mí. No siento frío. Siento… presencia”.
Después, la cinta se distorsiona. Un chirrido. Algo metálico golpeando. Luego, silencio. Y por último, una voz lejana. La misma de antes. Más clara esta vez: “Ahora eres el número 17”.
Semanas después, cuando los urbanistas abrieron el lugar para demolerlo, no encontraron el cuerpo de Noelia. Sólo su grabadora. Y una nueva cruz roja, pintada con lo que parecía sangre seca, sobre la Cámara Número 18.
Y grabado con bisturí, una nueva advertencia: “NO ABRIR. YA ESTÁ DENTRO”.
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Capítulo 9: “Proyección Final”
El Cine Rialto fue inaugurado en 1934. Durante décadas proyectó estrenos y clásicos. Pero fue en los años 80, tras una remodelación, cuando comenzaron los rumores: gente que salía llorando sin razón, otros que afirmaban ver escenas diferentes a las que mostraban las películas oficiales. Un niño se perdió dentro. Nunca lo encontraron.
Cerró sus puertas en 1996. Nadie lo reabrió. Nadie se atrevió a demolerlo.
Valeria, restauradora de patrimonio, recibió una oferta privada: catalogar el interior del Rialto para un proyecto de preservación audiovisual. Un encargo extraño, considerando que la mayoría de las películas proyectadas allí no figuran en ningún archivo nacional.
Entro sola. El teatro, polvoriento, parecía congelado en el tiempo. El cartel exterior, oxidado y cubierto de moho, aún mostraba el título de la última función: “Verso Lo Que Nunca Debió”.
Pensó que era una broma de mal gusto. No lo era.
Al entrar, sintió el cambio de temperatura. Adentro hacía más frío que afuera, pero el aire no era fresco: era denso, como si estuviera cargado de algo viejo… y vivo.
Los pasillos crujían, y los carteles colgaban torcidos. Todas mostraron películas inexistentes:
“El Último Suspiro”,
“Mamás Que Vuelven”,
“La Hora 25”.
Valeria comenzó a sacar fotos. Pero en cada imagen que tomaba, las butacas no estaban vacías. Figuras borrosas, desenfocadas, parecían estar sentadas, mirando fijamente a la pantalla.
En la sala principal, al fondo, un proyector encendido arrojaba luz a la pantalla.
No había electricidad. Y sin embargo, la película ya estaba en marcha.
Valeria, intrigada, se sentó en la última fila y observó.
La película no tenía título. Era en blanco y negro, granulada, y mostró… su propia llegada al cine. Con exactitud. Mismo abrigo. Mismos pasos. Todo desde una perspectiva imposible: la cámara parecía estar en el techo.
Pero entonces, la cinta siguió. Mostró cosas que ella no había hecho. Entraba a una sala que no había visitado. Subía a una cabina inexistente. Lloraba. Gritaba. Se rascaba la cara hasta dejarse heridas. Y al final… desaparecía por una puerta sin retorno.
Asustada, intentó apagar el proyector. Pero cuando llegó a la cabina, no había nadie. Solo una mesa cubierta de bobinas.
Una de ellas tenía su nombre grabado con bisturí: “VALERIA – CORTO FINAL”
Al tocarla, oyó pasos en la sala vacía.
Cuando volvió la vista hacia el salón…todas las butacas estaban ocupadas. Figuras inmóviles. Sin rostro. Vestidas con ropa de distintas épocas. Todos la observaban. O al menos… sus cabezas apuntaban hacia ella.
La pantalla ahora estaba en blanco. Pero una frase se escribía lentamente, como si alguien la tecleara en directo: “Mírate hasta el final”.
Corrió hacia la salida. Pero el vestíbulo ya no estaba. Solo más butacas. Más pantallas. Más versiones de ella proyectadas en bucle, haciendo cosas que no recordaba haber hecho.
Cayó al suelo. Lloró. Se tapó los oídos. Y entonces llegó la voz. No desde la pantalla. Sino desde todas partes: “Cada vida es una historia. Cada historia, una película. Aquí se proyectan las que no aceptas haber vivido”.
Días después, una cuadrilla de inspección encontró la puerta del Rialto entreabierta. Adentro, no había rastros de Valeria. Pero sobre la butaca central, en la fila cinco, estaba su cámara. Encendida. Grabando.
Y en la pantalla principal, sin proyector, sin cables, se reproducía en bucle una película sin audio. Una mujer que entra al cine. Una mujer que se mira a sí misma. Una mujer que ya no encuentra la salida.
El cartel del exterior cambió. Ya no decía “Lo Que Nunca Debió Verse”. Ahora, en letras negras apenas legibles: “En Proyección: Vos”.
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Capítulo 10: “Kilómetro Cero”
La Ruta Provincial 119 atraviesa campos vacíos y pueblos que hace tiempo dejaron de figurar en los mapas. Tiene un tramo específico, entre los kilómetros 74 y 82, que muchos camioneros evitan. No por los baches ni por la falta de señal, sino porque nadie puede explicar lo que ocurre ahí.
La llaman “la recta sin fin”.
Rodrigo y Sandra, pareja en proceso de divorcio, decidieron hacer un viaje juntos como último intento de reconectar. Ella propuso recorrer la ruta hacia las sierras, lejos de la ciudad. Él cedió, más por culpa que por esperanza.
Cargaron el coche, encendieron un viejo GPS y partieron justo al atardecer.
Al principio, todo fue normal. Vacas en los campos, estaciones de servicio olvidadas, cielos enormes.
Pero al llegar al kilómetro 75, algo cambió.
El GPS perdió la señal. La radio solo emitía un zumbido blanco. Y el aire... olía diferente. A tierra mojada, aunque no llovía.
Sandra señaló un cartel en el camino: “Próximo desvío: 4 km”. Pero diez pasaron. Y el destino nunca apareció.
-¿No lo viste?- preguntó ella.
-No había nada, Sandri. Nada-.
Ella frunció el ceño.-Pero... ¡yo lo vi!-
Minutos después, otro cartel. “Desvío a 4 km”.
El mismo. Mismo óxido. Mismas letras.
Volvieron a mirar el odómetro. Siguieron diez kilómetros más. Nada. Solo campos vacíos y alambrados sin fin.
Y ahí estaba de nuevo: “Desvío a 4 km”.
Ahora Sandra ya no discutía. Rodrigo empezó a girar la cabeza, incómodo.
Los postes de luz, viejos y torcidos, parecían repetirse. Exactamente iguales. Incluso el graffiti que decía “ACÁ MURIÓ ALGUIEN”.
La tensión en el coche aumentó. El tanque se vaciaba. El sol se había ido hacía rato, pero el cielo no se oscurecía del todo. Una luz gris, perenne, sin sombra.
-¿Qué hora es?- preguntó él.
Sandra miró el reloj. Se había detenido a las 7:13 p.m. El mismo minuto en que habían visto el primer cartel.
Rodrigo frenó en seco. El camino se dividía en dos. A la derecha, un camino de tierra. A la izquierda, más asfalto. Tomaron el de tierra.
La camioneta vibraba, las ramas golpeaban los costados. Pero al avanzar, el polvo se disolvió… y volvieron al asfalto.
Frente a ellos, el mismo cartel oxidado: “Desvío a 4 km”.
Sandra lloró. Se bajó. Gritó. Rodrigo la siguió. Intentaron caminar por el pasto. Pero al cruzar los alambrados, solo encontraron más carretera.
Desde cada dirección. Y todos con el mismo cartel.
Una voz sin cuerpo, grave, arrastrada, como si viniera del suelo, dijo algo que ninguno admitió haber oído: “No es que no sepan salir. Es que nunca debieron entrar”.
Al volver al coche, los faros se encendieron solos. Iluminaron a un hombre parado en medio de la ruta.
Vestía un overol manchado y tenía una lámpara apagada colgando del cuello. Sus ojos brillaban como faros viejos. En su pecho, un cartel colgado con alambre decía: “Kilómetro Cero”.
Rodrigo aceleró. El cuerpo fue atravesado sin impacto. Como si hubiera sido humo. Y detrás, solo el cartel oxidado. Otra vez: “Desvío a 4 km”.
Nadie volvió a verlos. Pero algunas noches, camioneros cuentan que ven una camioneta blanca dando vueltas por ese tramo. La misma que usaban Rodrigo y Sandra.
A veces va rápido. A veces se detiene. Y si te cruzás con ella y lográs ver por la ventana, juran que los pasajeros te miran, desesperados, moviendo la boca en silencio. Y que, si baja el vidrio para escuchar…empezás a ver también el cartel.
Siempre lo mismo. “Siempre a 4 kilómetros”.
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Capítulo 11: “Cosas Que No Debes Comprar”
En la esquina de Montecaseros y Lavalle, en una ciudad que olvida rápido, hay una tienda sin cartel. El toldo está caído, las ventanas opacas, y la puerta siempre parece entreabierta, invitando sin palabras.
La gente del barrio la conoce como “Lo de Emilio”, aunque nadie recuerda haber visto jamás al tal Emilio.
Mariano tenía 33 años y buscaba un regalo extraño para su hermano menor, coleccionista de objetos raros. Le hablaron de la tienda y, como todo curioso, fue.
Entró con el sonido de la campanilla, uno apagado, como de otro siglo, y fue recibido por un olor denso: una mezcla de incienso rancio, cuero viejo y metal oxidado.
Los estantes estaban llenos. Teléfonos rotativos, muñecas de porcelana, peines de plata, brújulas que giraban solas, libros sin título, cámaras fotográficas con el obturador sellado con cera negra.
Y al fondo, en penumbra, una figura alta, delgada, de espaldas.
-¿Buscás algo en particular?- preguntó una voz sin moverse.
-Algo con historia- respondió Mariano.
La figura amplió una mano delgada, con uñas largas, y señaló un estante.
-Todo tiene historia aquí. Pero no todo quiere ser tocado-.
Mariano eligió un espejo de bolsillo, con bordes dorados y una leve grieta. Pago en efectivo. El hombre no dio ticket, ni nombre. Al salir, notó que el aire afuera estaba más frío que antes.
Esa noche, su hermano abrió el regalo y se río.
-¿Un espejo? ¿En serio?-.
Pero al girarlo... se congeló.
-Esto…esto me está mirando-.
El reflejo no mostraba la habitación. Ni a él. Mostraba una pieza distinta. Gris. Sin ventanas. Y una mujer sentada al fondo, que lentamente levantaba la cabeza y lo miraba directamente.
El espejo se volvió negro. Luego, normal.
Desde esa noche, su hermano dejó de hablarle. Lo bloqueó. Se mudó. Nadie volvió a verlo.
Mariano volvió a la tienda, furioso. La figura ya no estaba al fondo. Ahora lo atendió una mujer pálida, con ojos velados por cataratas.
-¿Qué pasó con Emilio?-
-Emilio fue el primero- dijo ella, con una sonrisa triste. -Él fundó la tienda. Pero una vez vendió algo que no debía… y se quedó adentro-.
-¿Adentro de qué?-
-De un gramófono. Lo podés escuchar si venís un martes, justo cuando llueve-.
Mariano exigió saber qué había pasado con el espejo. Ella lo miró con lástima.
-Cada objeto contiene lo que alguien no pudo llevarse consigo. Espíritus atrapados por apego, por rabia… o por miedo a lo que venía después-.
-¿Y no hacen nada?-.
-Solo si los provocas-.
-¿Mi hermano está en peligro?-.
La mujer no respondió. Solo sacó una cajita de madera tallada y la colocada sobre el mostrador.
-Esto te puede ayudar- dijo. -Pero si lo abres, también quedarás atado-.
Mariano no volvió a su casa. Se fue directo al edificio de su hermano. Golpeó la puerta durante horas. Al final, un vecino le dijo que no vivía nadie allí desde hacía semanas. Que el departamento estaba vacío.
Pero al forzar la cerradura y entrar, todo seguía en su lugar. Incluso el espejo, sobre la cómoda. Se reflejó en él. Y lo que vio fue a su hermano, en esa misma habitación, golpeando la cara del espejo desde el otro lado. Gritando. Pero sin sonido.
Mariano abrió la caja. Dentro, un único objeto: una llave.
Al tocarla, sintió un temblor en los dedos. Un frío que no era de este mundo. Y detrás de él, el espejo cayó al suelo. No se rompió. Solo se hundió. Como si el vidrio se volviese agua. Como si fuera una puerta.
El rostro de su hermano apareció, más cerca. Extendiendo una mano.
-Ayúdame- murmuró. -Hay más. Hay muchos. No están muertos, Mariano. Están... esperando-.
Días después, la tienda volvió a cerrar. Una semana más tarde, reabrió. Pero con otra dueña. Nadie parecía recordar a Emilio. Ni a la mujer pálida. Ni a Mariano.
Pero entre los nuevos objetos del estante, alguien notó una pequeña caja de madera tallada. Y junto a ella, un espejo de bolsillo agrietado. Ambos tenían una etiqueta pegada.
Decía: “No tocar. Muy reciente”.
Capítulo 12: “Los Libros del Subsuelo”
Bajo la ciudad vieja de Santa Victoria, entre las ruinas de lo que fue un convento del siglo XVIII, existe una biblioteca de la que nadie habla. No aparece en mapas. No tiene puertas visibles. Se dice que la entrada elige a quien puede encontrarla.
Sebastián, un historiador obsesionado con archivos perdidos, la encontró siguiendo una serie de anotaciones escritas a mano en los márgenes de un libro sobre arquitectura colonial. Notas que no estaban en ninguna otra copia. Notas que, al parecer, hablaban directamente con él.
Descendió por una escalera de piedra que se abría detrás del altar mayor de una iglesia abandonada. Cada peldaño estaba cubierto de polvo… pero no de telarañas. Como si algo, o alguien, hubiera pasado recientemente por allí.
La biblioteca no tenía luces eléctricas. Solo candelabros viejos encendidos. Y no olía a humedad ni a papel… sino a tinta fresca.
Lo primero que notó fue el silencio. No era un silencio común, sino una ausencia total de sonido. Como si los oídos se sellaran. Como si el aire se detuviera.
Los estantes eran altísimos, imposibles de alcanzar sin una escalera que no existía. Y cada libro tenía un título escrito a mano, con caligrafía diferente. Algunos idiomas muertos. Otros en símbolos que parecían moverse si se los miraban mucho tiempo.
Pero lo más inquietante fue encontrar un libro sin título. Y al abrirlo, leyó: “Capítulo 1: Sebastián desciende a la biblioteca”.
Leyó más. Cada página narraba sus pasos. Su respiración. Sus pensamientos. Incluso cosas que él aún no había hecho.
Cuando llegó a la frase: “Entonces, Sebastián dejó caer el libro por accidente”,…el libro se le resbaló de las manos.
Temblando, se apartó. Pero el libro pasó página solo. La caligrafía se formó en tiempo real. Letra por letra. “Y aunque intenté escapar, el pasillo ya no conducía a las escaleras”.
Volví a correr por donde había venido. Pero solo encontré más estantes. Más libros. Más títulos con nombres. Algunos conocidos: Su madre. Su mejor amigo. Su ex.
Y todos con capítulos que terminaban con una misma frase: “Y así fue escrito”.
Sebastián gritó. Arrancó una página al azar. La letra sangró tinta negra. En sus manos, la tinta comenzó a extenderse como venas bajo la piel. No dolía… pero la hacía sentir como ajena. Como si ya no fuera su cuerpo.
Al girarse, vio una mesa larga, con libros abiertos. Y personas sentadas, inmóviles. Todos con los ojos abiertos, pero sin pupilas. Frente a cada uno: un tomo que escribía solo.
Uno de los cuerpos tenía un rostro vagamente familiar. Era él mismo.
Corrió sin dirección. Y al doblar en un pasillo más angosto, encontró un libro en el suelo, aún caliente. La tapa decía: “El que reescribe”.
Y al abrirlo, no había letras. Solo un espejo. Su reflejo no estaba quieto. Su reflejo escribía frenéticamente en una máquina de escribir invisible. Cada vez que intentaba cerrar el libro, sus propias manos lo impedían.
Una voz surgió, no de un lugar, sino de dentro del cráneo: “La historia solo se detiene cuando alguien la olvida.”
Pero él no podía olvidarlo. Cada palabra que leía se grababa con fuego en su mente.
Días después, unos exploradores urbanos encontraron la iglesia y bajaron por las escaleras. No encontraran libros. Ni estanterías. Solo un cuaderno pequeño tirado en el suelo.
En la primera página, con tinta aún fresca: “Capítulo 1: Sebastián desciende a la biblioteca”. Y en la última: “Capítulo 47: Ahora, vos estás leyendo esto”.
Nadie volvió a ver a Sebastián. Pero si prestas atención, en algunas bibliotecas del mundo, a veces un libro sin título aparece brevemente en los estantes. Y si lo abrís, quizás encuentres tu nombre.
Quizás ya haya un capítulo escrito. Quizás ya no sea ficción.
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Capítulo 13: “Ritmo Fantasma”
El Hospital General de Santa Lucía cerró sus puertas en 1998, tras una serie de muertes inexplicables en la Unidad de Terapia Intensiva. No hubo juicio, ni notas en los diarios. Solo un comunicado breve: “Fallas estructurales y eléctricas”. Pero los que trabajaban allí sabían que no era por eso.
Hoy, el edificio permanece cercado, cubierto de grafitis y maleza. Aún así, algunos aseguran que por las noches se ve luz en las ventanas del tercer piso. Y que, si te acercás en silencio, podrás escuchar el bip... bip... bip de monitores cardíacos.
Bruno era paramédico y amante de lo paranormal. Llevaba tiempo grabando expediciones urbanas para su canal de videos, “Frecuencia Muerta”. Cuando escuchó la historia del hospital, no dudó: fue con su cámara térmica, linternas y un micrófono ultrasensible.
Entró por una ventana rota del primer piso. El aire era denso, casi sólido. Las paredes tenían grietas como venas, y los ascensores estaban oxidados, con puertas torcidas. Todo estaba muerto.
Hasta que llegó la UTI. La Unidad de Terapia Intensiva estaba intacta. Monitores encendidos. Respiradores que emitían pequeñas bocanadas de aire. Las luces fluorescentes parpadean en ritmos distintos, como señales en código Morse. Pero no había nadie.
Bruno lo gravo todo.
Se acercó a uno de los monitores: marcaba ritmo sinusal perfecto. Frecuencia cardíaca: 74 lpm. Presión: 120/80. Saturación: 99%.
-¿Hola?- dijo, en voz baja.
En el instante exacto, el monitor cambió. La frecuencia aumentó: 78… 81… 87… Y luego, el nombre del paciente apareció en pantalla: “Bruno M. Gálvez”.
Soltó la cámara. El bip se volvió más rápido. Otro monitor se encendió a su izquierda. Luego otro. Y otro más. Todos marcaban su nombre. Su edad. Su sangre. Sus alergias. Y todos subían en frecuencia, como si un corazón invisible estuviera entrando en pánico. El ruido era ensordecedor.
-¡Esto no es posible!- gritó Bruno.
Y en ese momento, el respirador más cercano se activó solo. Soltando una exhalación profunda, como un suspiro… pero al revés.
Una camilla crujió. Y algo, una figura gris, flaca, sin rostro, se incorporó lentamente. No caminó. Se deslizó.
Detrás, los monitores comenzaron a marcar líneas planas. Uno a uno.
Bruno corrió. Tropezó con una camilla. Se lastimó el hombro. El bip lo seguía, en eco. Como si el hospital respirara al ritmo de su miedo.
Logró llegar a las escaleras, jadeando. El piso crujía como si algo lo seguiría. Una frecuencia de pasos, exactos. Uno por segundo.
En el vestíbulo, algo aún más extraño: el tablero de emergencias. Encendido. Indicaba:
Habitación 304: Emergencia vital.
Habitación 307: Paro cardíaco.
Habitación 309: Ritmo recuperado.
Como si alguien estuviera siendo atendido. Como si el hospital, aunque vacío, seguía trabajando.
Antes de salir, se detuvo frente al espejo de una antigua sala de enfermería. Su reflejo no parpadeaba. Y al fondo del pasillo, todas las camillas estaban alineadas hacia él. Como en misa. Como si esperaran algo.
Salió a toda prisa. Subió al auto. Encendió el motor. El bip seguía sonando…dentro del auto.
Bruno desapareció esa misma noche. Su canal de videos subió un nuevo archivo 48 horas después, aunque su cuenta había sido cerrada meses antes. El video mostró los monitores. Uno a uno. Y al final, un plano fijo sobre la habitación 307.
En la pantalla del monitor, en letras verdes parpadeantes, se leía: “Paciente: Vos. Estado: Ingreso inminente”.
Hoy, si pasas de noche frente al viejo hospital, a veces se ven luces en el tercer piso. Y en ciertas noches sin luna, si prestas atención, podrás oírlo:
“Bip… bip… bip…
Código azul.
Nuevo ingreso.
Preparar cama 308.”
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Capítulo 14: “Las Ventanas de Varela 211”
El edificio de apartamentos en Varela 211 fue construido en los años 60 y nunca fue demolido, a pesar de múltiples denuncias. Nadie vivía allí oficialmente, pero las luces se encendían a ciertas horas. Algunas ventanas aparecían cerradas durante el día y abiertas por la noche, con cortinas que se movían aunque no hubiera viento.
Los vecinos decían que mirar hacia adentro traía mala suerte. Que lo que se veían no eran habitaciones… sino otras versiones de vos mismo, en lugares parecidos. Pero no iguales. Y siempre, siempre en el peor momento posible.
Julia era fotógrafa. Le fascinaban los lugares abandonados. Cuando escuchó de Varela 211, fue con su cámara analógica y un trípode. Nadie la acompañó.
El hall olía a polvo seco y a cables quemados. Las paredes estaban amarillas, manchadas de humedad. Pero las ventanas… estaban impecables. Limpias. Brillantes. Cada una muestra un interior distinto. Y lo peor: en algunas, se veía a sí misma.
No en tiempo real. No como reflejo. Sino en versiones ligeramente distorsionadas. En una, se veía escribiendo frenéticamente, con los dedos ensangrentados. En otra, hablaba con su madre…que había muerto hacía cinco años. En otro más, simplemente lloraba frente a un cuerpo envuelto en plástico.
Asustada, bajó la cámara. Pero en la siguiente ventana, vio algo más perturbador. Se vio mirando por la ventana...desde adentro. Y detrás de ella, una figura alta, sin rostro, que alzaba lentamente un cuchillo.
Saltó hacia atrás, tropezando. Pero al mirar nuevamente, ya no había nada. Solo su propio reflejo. Parpadeando…desincronizado con ella.
Julia subió las escaleras, queriendo salir del edificio. Pero en cada piso, las ventanas se multiplicaban. Ya no mostrarán interiores. Mostraban otros escenarios. Otras ciudades. Otros incendios. Otras muertes. En todas, ella estaba presente. En una, cubierta de cenizas. En otra, colgando del techo. En otra, frente a una versión de sí misma…más vieja. Que la miraba y negaba con la cabeza.
Una voz sin sonido comenzó a repetirse en su mente: “Cada ventana es una decisión no tomada.
Cada reflejo, una advertencia. Pero no hay salida. Solo finales”.
Julia Lloró. Golpeó una de las ventanas. La atravesó como si fuera agua. Cayó del otro lado, en una cocina familiar. Su cocina. Pero todo estaba ligeramente torcido.
El cuadro de su perro muerto aún colgaba en la pared, aunque él había sido atropellado hacía años. Su celular mostraba mensajes de alguien que no conocía…pero que usaba su tono. Su manera de escribir.
Una mujer entró. Su rostro era igual al de Julia. Pero sus ojos estaban hundidos, sus pupilas diluidas como tinta en agua.
-Te dije que no vinieras- le dijo-. -No todas las Julias se salvan-.
Y luego, con un gesto lento, se desvaneció en sombras.
Julia trató de volver por la ventana, pero ya no estaba. Solo un muro liso. Corrió por el apartamento. Cada ventana mostraba otra realidad más oscura que la anterior.
En una, el cielo estaba lleno de humo. En otra, su rostro estaba cubierto de gusanos. En otra, todo estaba detenido… salvo su reflejo, que la observaba y reía.
Desde entonces, Varela 211 ya no tiene ventanas. Nadie sabe cómo. Solo hay paredes lisas donde antes había cristal. Pero a veces, cuando el cielo se pone gris y la ciudad se silencia, una mujer golpea desde adentro, pidiendo salir.
Y si pasas demasiado cerca, podés sentir que alguien al otro lado del vidrio que ya no existe… te está mirando. Y espero. Porque en alguna versión de vos mismo, ya abres esa ventana. Y no te cerraste al tiempo.
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Capítulo 15: “Aquí Descansa… ¿Quién?”
El Cementerio de San Esteban del Valle nunca cerraba sus puertas. No porque lo visitaran muchos, de hecho, estaba casi siempre vacío, sino porque nadie podía asegurar quién descansaba realmente allí.
Cada noche, las lápidas cambiaban. Los nombres. Las fechas. Las inscripciones. Y no de forma figurada. Literalmente, las piedras grabadas al amanecer mostraban otra historia.
Martina era pasante de historia local y trabajaba digitalizando registros mortuorios. Había leído los rumores, pero no creía en mitos. Hasta que una mañana, al verificar nombres para un informe, notó algo raro: la tumba de Agustín Herrera, fallecido en 1957, que había visitado el día anterior, ahora decía: “Leticia Marchi – 1984-2011”.
Pensé que era un error. Volvió con su cámara. Y descubrí que no era la única. Al menos quince lápidas más tenían inscripciones diferentes a las del día anterior.
Decidió quedarse toda la noche para filmar el fenómeno.
Se instaló con una linterna, café y su grabadora de voz. El aire se volvió pesado apenas cayó el sol. Las estatuas de ángeles parecían torcerse levemente, como si escucharan.
A las 2:43 am, escuchó el primer golpe seco. Como cincel contra piedra. Pensó que era su imaginación. Hasta que lo oí de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo.
Sonidos en distintos puntos del cementerio. Como un tallado invisible.
Corrió hacia la tumba de Leticia Marchi.
Frente a sus ojos, las letras comenzaron a borrarse solas. Primero se agrietaron, luego se disolvieron. Como si algo las absorbiera desde adentro. Y en su lugar apareció una nueva inscripción: “Martina S. Barros – 1993-2025”
Se quedó paralizada. No por la fecha de nacimiento, que era la suya, sino por la fecha de muerte: el año actual. Y el día: el de mañana.
Corrió al mausoleo central. El lugar estaba cubierto de cruces rotas, flores secas y una estatua sin cabeza. Pero adentro encontró lo peor: un libro abierto sobre un pedestal de mármol. Las páginas estaban en blanco…excepto una.
Un solo nombre. El suyo. Y debajo, en tinta negra: “Ya no sos visitante. Ahora sos historia”.
Sintió el temblor bajo los pies.
Las lápidas comenzaron a girar, literalmente. Como si montadas en bisagras invisibles, cambiarán de posición. Los nombres se mezclaban, aparecían, desaparecían. Una espiral de identidad perdida.
Gritó, pero nadie respondió.
Del suelo comenzó a emerger manos hechas de tierra seca. No eran cuerpos. Eran fragmentos de historia queriendo volver.
Martina huyó sin cámara, sin linterna. El cementerio parecía no tener salidas. Solo cuando la luna tocó su punto más alto, la verja apareció de nueva. Corrió hacia ella.
Detrás, las lápidas la llamaban por su nombre. Todas. Susurros bajos, como hojas arrastradas.
Cuando volvió al día siguiente, acompañado de la policía, no encontraron nada fuera de lugar. Las tumbas tenían nombres comunes. Ninguna decía Martina S. Barros. Ninguna, salvo una: una lápida olvidada, al fondo del predio, quebrada en diagonal.
La inscripción, tallada de forma torpe, decía: “Aquí descansa quien supo demasiado”. Y al lado, con letras más pequeñas, apenas legibles: “Hasta mañana”.
Desde entonces, hay quien asegura que cada noche, en San Esteban del Valle, aparece un nuevo nombre. A veces alguien ya está muerto. A veces alguien aún está vivo. Y nadie sabe a quién le toca…hasta que es demasiado tarde.
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Capítulo 16: “Frecuencia 0”
En las afueras del pueblo de Los Arrayanes, escondida entre arbustos secos y torres oxidadas, se alza la estación de radio WRQ-0, una emisora olvidada que dejó de operar en 1974, tras un incendio misterioso que nunca fue esclarecido.
El edificio aún está en pie. Las paredes quemadas, la cabina cubierta de polvo. Pero cada tanto, en ciertas noches sin viento, los vecinos dicen que escuchan voces saliendo del aire. Como si la radio aún transmitiera.
Lo extraño es que nadie encuentra el dial. WRQ-0 no figura en ningún registro actual.
Damián, técnico en telecomunicaciones, descubrió la estación mientras rastreaba señales interferidas en una investigación privada. A eso de las 3:17 am, detectó un pulso extraño: “0.000 MHz”.
Ninguna frecuencia puede operar ahí. Pero el audio era claro: “¿Me escuchas, Damián?”
Lo tomó como una broma. Hasta que la voz repitió su nombre completo.
Y mencionó algo que nadie más sabía: la canción que sonaba cuando su hermano murió en un accidente, diez años atrás.
Decidió ir a la estación.
Llegó al edificio a las 2:50 am, con su grabadora y una radio portátil.
La puerta estaba abierta.
Adentro, la cabina de transmisión estaba intacta, como si aún se usara. Micrófonos sin polvo. Botones encendidos con una tenue luz roja. Y en el centro del tablero: una sola perilla, marcada FREQ 0.
Damián sintonizó su radio. Estática…Y luego: una respiración. Lenta. Profundo. Y después, otra vez: “¿Estás listo para hablar?”
La voz era la de su hermano.
Pero no sonaba exactamente como él. Era más grave. Más… torcida.
-¿Quién eres?- preguntó.
"Soy lo que queda. Lo que no cruzó".
Y entonces comenzaron las transmisiones. Voces en distintos tonos, entrecortadas. Algunas reconocibles. Otros, como si hablaran al revés. Todas decían lo mismo: “Di tu nombre. Nombrate. Cedé tu voz”
Damián comenzó a grabar. Pero la cinta se desenrolló sola, como si la expulsara una fuerza. La cabina se tornó helada. El micrófono se encendió por sí solo.
“Te escuchamos. Ahora habla”.
Damián se resistió. Intentó salir, pero la puerta ya no estaba. Solo una pared de concreto que no había visto antes. Las ventanas estaban tapiadas desde adentro. El reloj en la consola marcaba:
03:17 am
03:17 am
03:17 am
No había nada. Solo el sonido lo llenaba todo.
Voces hablando al mismo tiempo. Algunas rezaban. Otros gritaban. Y una, constante, repetía:
“Si déjás de hablar, déjás de existir”.
Damián gritó su nombre. Una vez. Dos veces.
La radio lo repitió… con eco. Pero no era su voz. Era otra. Usaba su nombre. Y decía cosas que él nunca había dicho.
Cosas horribles. Confesiones. Secretos. Pensamientos oscuros que ni él sabía que tenía.
La radio no reproduce su voz. La creaba.
Horas después, un grupo de excursionistas encontró la estación. Estaba cerrada con cadenas oxidadas. El interior, cubierto de telarañas. El equipo, inservible. Pero en el centro de la cabina encontró un micrófono antiguo, aún caliente. Y al acercarse, escucharon algo, muy bajo:
"Yo soy Damián. Esta es mi voz. Nunca apagues".
Nadie volvió a entrar. Pero desde entonces, cuando la luna se oculta y el cielo se queda sin estrellas, si giras el dial con cuidado, podrás encontrarla. “Frecuencia 0”.
Donde no hay música. No hay noticias. Solo voces que no quieren ser olvidadas. Y si escuchas mucho tiempo, la señal empieza a hablar con tu voz también.
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Capítulo 17: “El Mirador de las Ocho Cimas”
En la ruta 19, entre curvas de montaña y valles nevados, hay un pequeño descanso llamado Mirador de las Ocho Cimas. No figura en todos los mapas, pero los que lo conocen aseguran que la vista es como ninguna otra: ocho picos recortando el cielo, alineados como dientes de un dios dormido.
El mirador tiene una baranda de madera podrida, una banca de piedra, y unos viejos binoculares fijos, de esos que funcionan con una moneda. Solo que este no necesita monedas. Nunca lo hizo.
Ana y su pareja, Tomás, estaban de paso en su viaje por el sur. Se detuvieron en el mirador buscando un momento de calma. Hacía frío, pero el sol salía entre nubes, tiñendo de oro las montañas.
-¿Crees que aún sirven?- preguntó Tomás, señalando los binoculares.
Ana se encogió de hombros. Él se acercó primero. Colocó los ojos en los lentes… y se quedó inmóvil.
-¿Qué ves?- preguntó Ana.
Silencio.
-Tomás…-
Él dio un paso atrás. El rostro blanco.
-No estaban las montañas- dijo en voz baja. -Estaba... yo-.
Ana río, nerviosa. Pensó que bromeaba. Pero cuando miró por los binoculares, sintió cómo el aire desaparecía de sus pulmones.
No veía las montañas. Veía su habitación. Su cama. Y ella misma, acostada, durmiendo. Desde un ángulo alto, como si alguien, o algo, la mirara desde el techo.
Movió la cabeza. La lente también se movió. La imagen se acercó…y su otro yo abrió los ojos.
Y la miró directamente a través de los binoculares.
Soltó el aparato y retrocedió, respirando agitada.
-Tenemos que irnos- dijo, tomando a Tomás de la mano.
Pero Tomás no se movía.
-Creo que quiero mirar otra vez- murmuró.
Ana lo sacudió. Él no parpadeaba. Y entonces ocurrió. Simplemente desapareció. No se esfumó. No hubo luz ni sonido. Solo un pestañeo…y ya no estaba.
Su mano seguía en la de Ana. La parte del brazo cortada de forma limpia, sin sangre. Gritó. Buscó ayuda. No había señal, ni autos. Solo el sonido lejano del viento y los susurros de los árboles.
Desesperada, se acercó a los binoculares. Ya no mostrarán su habitación. Ahora se muestra el mirador...con ella parada sola.
Y detrás, Tomás. Pero no el Tomás que ella conocía. Este tenía ojos negros, sin iris. La sonrisa demasiado amplia.
Y justo antes de que ella se alejara de los lentes, él giró la cabeza lentamente, como si también pudiera verla a través de los binoculares.
Ana corrió. Nunca miro hacia atrás.
Horas después, un guardabosques la encontró, deshidratada y temblando. Nadie creyó su historia. Dijeron que Tomás debió haber caído, o que se desorientó. Pero su cuerpo nunca apareció.
Hoy en día, el Mirador de las Ocho Cimas sigue allí. Abandonado. Silencioso. Los binoculares oxidados aún están fijos al suelo.
Y cada tanto, un turista curioso se asoma. Y ve algo que no entiende. O alguien que se parece a él. Y si mira demasiado tiempo…ya no vuelve.
Dicen que por las noches, si te acercas sin mirar por los binoculares, podrás oír decenas de voces que murmuran al viento: “No era yo. No era yo. No era yo...”.
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Capítulo 18: “La Línea de Ensamblaje”
En las afueras de la ciudad de Villa Marga, existe una vieja fábrica de confección llamada Textil Aurora. Cerró hace más de treinta años, luego de que un incendio destruyó la mitad de las instalaciones. Nunca se reconstruyó.
La leyenda urbana cuenta que allí fabricaban ropa para escaparates, pero también maniquíes: cientos, con medidas anatómicas perfectas y rostros sin rasgos, para exponer la indumentaria de moda de la época.
Pero desde el cierre, hay rumores persistentes. Vecinos que dicen ver sombras moverse dentro del edificio. Siluetas rígidas caminando de noche. Y algunos afirman que los maniquíes nunca dejaron de trabajar.
Mateo, fotógrafo urbano, se metía en lugares abandonados buscando capturar lo que él llamaba “la belleza de la ruina”. Cuando oyó hablar de la fábrica, supo que tenía que ir.
Llegó una tarde gris, armado con su cámara y linterna.
El portón oxidado abrió con facilidad. Dentro, el aire era seco y denso, como si el tiempo estuviera apretado entre las paredes.
La primera sala estaba llena de restos de tela, maniquíes derribados y estantes vacíos. El polvo cubría todo… salvo ciertas huellas en el suelo. Huellas pequeñas y descalzas, como si alguien caminara por allí regularmente.
Avanzó, sin saber por qué el silencio lo ponía tan nervioso. Fue entonces que los vio. Un grupo de maniquíes estaba reunido en círculo.
Eran de plástico blanco, sin rasgos faciales, brazos articulados y torsos incompletos. Pero lo más inquietante era su posición: estaban sentados en el suelo, inclinados hacia el centro, como si estuvieran orando. O esperando algo.
Mateo tomó una foto. El flash iluminó la sala…y uno de los maniquíes giró apenas la cabeza.
-Fue el ángulo- se dijo. -Solo un reflejo-.
Avanzó por el pasillo de carga. Las luces del techo colgaban como guillotinas.
Pasó junto a una sala de costura donde aún había agujas oxidadas clavadas en telas envejecidas. El aire olía a metal y humedad.
Entonces escuchó el primer golpe seco. ¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
Venía de la sala donde estaban los maniquíes.
Volvió corriendo. Estaban en otra posición. Ahora todos lo miraban.
La linterna parpadeó. Retrocedió, tropezó con una caja. Y al encender la luz de nuevo, había otro maniquí, justo frente a él.
No lo había visto antes. Este tenía algo pintado en el rostro: Dos puntos rojos por ojos. Una línea curva por boca.
Como una cara dibujada por un niño. Y en su torso estaba escrito con marcador negro: “FALTÁS VOS”.
Mateo corrió.
Llegó a la línea de ensamblaje, la parte de la fábrica donde alguna vez se armaban los modelos. La cinta transportadora seguía allí. Y se movía. Sola. Muy lentamente.
Sobre ella, piezas sueltas de maniquíes. Brazos, piernas, torsos. Y al fondo, una silueta lo esperaba.
No era un maniquí. Era una figura humana. Atada. Sin cabeza.
Y en el gancho de montaje siguiente… había una cabeza plástica, lista para colocarse.
Mateo quiso gritar, pero el sonido no salía. Volvió sobre sus pasos. Cada pasillo parecía más largo que antes.
Cuando llegó a la entrada, los maniquíes bloquearon el portón. Formaban una fila perfecta. Todos lo miraban. Todos iguales…menos uno. El de los ojos rojos.
Este dio un paso al frente. Y habló. Con una voz hueca, como si viniera desde dentro de un envase vacío: “El cuerpo es prestado. La función, eterna”.
La cámara de Mateo fue encontrada semanas después, frente a la entrada de la fábrica. Sólo había una foto nueva. Un salón iluminado por una linterna. Y un maniquí, sentado entre otros, con la cámara colgada del cuello. En su pecho, un nombre escrito a mano: “Mateo”
Hoy en día, nadie se acerca a Textil Aurora. Por las noches, desde la ruta, algunos aseguran ver luces adentro. Y siluetas rígidas, cruzando de sala en sala, cumpliendo con una rutina que nadie les ordenó. Nadie las ve llegar. Nadie se va a ir. Solo están.
Y si pasa el tiempo suficiente dentro…podrías llegar a convertirte en una más.
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Capítulo 19: “Habitación 3B”
En el centro de una ciudad gris, encajada entre un edificio de oficinas y una ferretería antigua, se encuentra la pensión “Las Hortensias”.
Nadie recuerda cuándo abrió. Tampoco cuándo fue la última vez que alguien la recomendó. Pero sigue ahí. Siempre con habitaciones disponibles. Y una mujer mayor en la recepción, de voz suave y uñas pintadas con esmalte ya cuarteado.
El cartel en la entrada dice: “Hospedaje por noche, calma garantizada.”
Y lo cumple. Demasiado.
Marta llegó una noche de lluvia, con una mochila al hombro y un paraguas roto. Estaba de paso. Buscaba un lugar para pasar solo un par de días antes de tomar un tren al sur.
La recepcionista le sonríe sin mostrar los dientes. Le entrega la llave de la habitación 3B.
-Es tranquila- dijo. -Como usted-.
Subió por una escalera angosta. Todo olía a humedad con perfume barato.
La habitación era sencilla: cama individual bien tendida, armario empotrado, una ventana con cortinas pesadas. Y un cuaderno de notas sobre la mesita de noche, sin título, con hojas en blanco.
Marta no pensó mucho en ello. Hasta la mañana siguiente.
Despertó con la sensación de que alguien había estado en la habitación. No había ruido. No faltaba nada. Pero la ventana estaba abierta, y el cuaderno, que estaba vacío, ahora tenía una frase escrita con tinta azul: “Te quedarás por dos noches más”.
Pensó que era una broma.
Al bajar preguntó por eso, la recepcionista simplemente dijo:
-Debe ser de algún huésped anterior. A veces dejan cosas. Pero usted puede quedarse más si lo desea-.
Esa noche, Marta soñó con pasos. Lentos. Constantes. Fuera de la habitación.
Se despertó a las 3:17 am. Abrió la puerta. El pasillo estaba desierto. Pero en la alfombra había huellas de mojadas. Pequeñas, descalzas, como de un niño.
Regresó al cuarto. Y el cuaderno tenía una nueva frase: “La ventana nunca debe cerrarse”.
Decidió irse al amanecer, pero al abrir la puerta, el pasillo no era el mismo. Era idéntico al que había dejado, pero no llevaba a las escaleras. Solo más puertas cerradas, y al fondo, un enorme espejo.
Fue al espejo. Pero el reflejo no la imitaba.
Se quedó en la habitación. La miraba. Y sonreía.
Marta cerró la puerta con fuerza. Y vio que la ventana estaba abierta otra vez.
Buscó su mochila. Ya no estaba. En su lugar, sobre la cama, había una maleta antigua. Abierta.
Dentro, ropa que no era suya. Etiquetas con un nombre que no reconocía: “Inés Salgado”.
Y entonces entendió: La habitación se preparaba para la siguiente.
Trató de escribir algo en el cuaderno. Pero la tinta no se fijaba. Lo único que funcionaba eran los mensajes que aparecían solos.
Uno nuevo decía: “Tu ropa ya estaba doblada”.
Pasaron horas. Oh días. Marta ya no lo sabía. No podía salir. La comida aparecía cada mañana, servida, caliente. Su ropa cambiaba sola. Sus cosas se ordenaban mientras dormía. No fue atendida por nadie. Y cada tanto, el cuaderno la mantenía informada:
“Hoy no tendrás visitas”. “Estás muy callada. Eso nos gusta”. “Quédate. Las Hortensias cuidan bien a los suyos”.
Un mes después, un joven mochilero llegó a la ciudad. También bajo la lluvia. También con paraguas roto. Entró a “Las Hortensias”. La recepcionista, siempre igual, le sonríe sin dientes.
-Una habitación tranquila- dijo, entregándole una llave oxidada. -3B. Es como si lo esperara-.
El joven subió. Abrió la puerta. Todo estaba perfectamente ordenado:
Cama tendida. Ropa doblada. Y un cuaderno sobre la mesita.
Primera página. Solo una frase: “Bienvenido, Tomás”.
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Capítulo 20: “Turno Eterno”
En la región minera de San Ramón del Este, hay una galería subterránea que lleva décadas cerrada. Se la conoce como Mina Santa Lucía, en honor a una santa que, según la leyenda, murió enterrada viva.
Las autoridades ordenaron su clausura tras una serie de derrumbes que se cobraron la vida de más de cincuenta obreros. Nunca recuperaron los cuerpos.
Desde entonces, los habitantes del pueblo cercano evitan pasar por la entrada. Pero algunos aseguran que, si te detienes lo suficiente cerca, podrás oír el eco de los picos golpeando la roca. Como si alguien, o algo, aún trabajara ahí abajo.
Sebastián era geólogo, contratado para evaluar la viabilidad de reabrir sectores antiguos para un nuevo proyecto de extracción.
No creía en cuentos. Solo en mapas, presión, humedad y corteza.
Pero incluso él se detuvo al llegar al túnel principal. El aire era espeso, denso…cargado con una vibración que no estaba en la superficie.
Algo latía allá abajo. Un pulso. Y no era el suyo.
Entró con una potente linterna, botas de seguridad y sensores de sonido.
Los primeros cien metros eran estables. Paredes reforzadas con vigas de hierro, tablones corroídos.
El aire era seco, muerto. Hasta que escuchó el primer golpe. ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!.
Regular. Metódico. Exacto. Se detuvo. Apagó la linterna. Silencio total.
Y entonces, el eco: risas apagadas. Voces de hombres. Cantos de trabajo. Como si una cuadrilla entera estuviera trabajando a unos metros de distancia. Pero no había nadie.
Sebastián pensó en filtraciones acústicas. Grabó el sonido. Lo que oyó al reproducirlo más tarde no era un canto. Era una voz. Sola. Susurrando con desesperación: “No terminamos. No terminamos. No terminamos…”
Avanzo. Un cruce de túneles, y luego un descenso pronunciado. Las paredes temblaban suavemente, como si algo enorme se moviera a gran profundidad.
Y entonces, al doblar una curva, la vio. Una carretilla llena de minerales frescos. Tierra removida. Y herramientas limpias.
El lugar parecía usado esa misma mañana. Pero no había huellas. Ni polvo removido. Solo la presencia intacta de algo que acababa de marcharse.
La linterna parpadeó. Delante, una sombra cruzó., no corriendo, sino caminando, como alguien con rutina, con destino.
Sebastián la siguió. Pasó por un tramo donde las paredes estaban cubiertas de marcas: manos negras, cientos de ellas, estampadas con carbón o sangre.
Y encima, en letras torcidas: “NO NOS FUIMOS.”
En el fondo de la galería encontró una habitación tallada en piedra. Como una capilla. Pero en lugar de altar, había un gran agujero vertical, con escaleras oxidadas bajando a la oscuridad total.
De su interior venía una voz que no era humana. Ni grave ni aguda. Solo rígido , como piedra que habla: “Baja. O subiremos nosotros”.
Sebastián retrocedió. Corrió sin mirar atrás. Pero los túneles ya no eran los mismos.
Se ramificaban. Se cerraba. Lo llevaban en círculos.
Pasó junto a obreros que no estaban vivos. Caminaban con los ojos vacios. Cubiertos de polvo, piel despegada en partes, con el ritmo constante del trabajo sin fin.
Uno de ellos lo miró al pasar. Le puso un casco en las manos. Y susurró: “Falta uno para el turno de noche”.
Días después, un equipo de rescate fue enviado tras su desaparición. Encontraron su linterna, su grabadora…y una carretilla nueva. Llena hasta el borde. Con un casco encima. Marcado con tiza: “Sebastián”.
A veces, cuando el viento sopla desde la galería, se escucha el eco lejano de herramientas. Golpes.
Cantos cansados. Y una voz muy débil que dice: “Todavía no terminamos…”
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Capítulo 21: “La Bruma de Salmorán”
A las afueras del pueblo de Salmorán, oculto entre cerros bajos y bosques de eucaliptos torcidos, yace un lago sin nombre. Los lugareños simplemente lo llaman “El Espejo”.
No porque reflexione bien, sino porque muestra cosas que no deberían estar ahí.
Su superficie está cubierta casi todo el año por una bruma espesa, constante, que nunca se disipa del todo, ni siquiera con el sol del mediodía.
Y desde hace más de sesenta años, hay una historia que nadie logra borrar. La de los que entran al agua y no vuelven.
Daniel era fotógrafo documental. Viajaba solo. Se especializaba en pueblos olvidados, rituales muertos, supersticiones rurales.
Salmorán fue una recomendación de una fuente anónima. Un mensaje escondido: “Vaya al lago. Pregunte por los que no regresan”.
No necesitaba más.
Llegó en septiembre. El aire olía a tierra mojada y leña verde. Se instaló en una vieja posada donde la mujer que lo recibió evitaba mencionar el lago. Solo dijo:
-No mucho. Eso es lo que lo llama-.
El segundo día, Daniel fue hasta la orilla. Llevé su cámara. Tomó fotos de la bruma, del agua inmóvil. Y entre los árboles vio algo que lo hizo detenerse: una silueta, delgada, femenina, de pie sobre la superficie del agua.
Cuando enfocó, la figura ya no estaba. Pero la foto salió nítida. Una mujer de vestido blanco, con el cabello flotando como bajo el agua, aunque estaba de pie.
La llevó de vuelta al pueblo. Nadie quiso verla.
Esa noche, tocó la grabación de su cámara. Había sonidos extraños. No el viento ni el clic del obturador. Una voz. Muy baja. Como si viniera desde el fondo de un pozo: “¿Y vos… qué vienes a buscar?”
Daniel revisó la imagen. Ahora había otra figura al fondo del agua. Un niño, con los ojos completamente negros.
El lago lo estaba mostrando algo, o alguien.
El tercer día volvió con un dron. Lo hizo volar sobre la niebla. Al bajar la grabación encontró imágenes que él no vio en vivo: barcas que flotaban sin moverse, aunque no había corriente.
Personas de pie sobre la superficie, como congeladas, mirando hacia arriba. Y, bajo el agua, manos, cientos de ellas, como queriendo salir, o tal vez… tirar de alguien hacia abajo.
Daniel fue a la alcaldía a investigar las desapariciones. Encontró archivos sin clasificar.
Desde 1962 hasta hoy: 31 personas desaparecidas en el lago. Ningún cuerpo recuperado.
Pero lo extraño no era la cantidad. Sino que todos desaparecieron el mismo día: 21 de septiembre. Cada diez años. Y estaba a dos días de la siguiente fecha.
Volvio al lago al atardecer. Esta vez escuchó algo más claro: una canción. Lenta. Infantil. Cantada desde la niebla.
“Sombra va, sombra viene, en la orilla ya no duerme. Si la ves, no digas nada… o vendrá por vos mañana”.
Al volver a la posada, la dueña lo esperaba con una caja de madera. Se la tendió sin decir nada.
Dentro, había una cámara antigua, del tipo de placas. Y una nota arrugada: “Esto lo dejó mi hermano. Él fue el último que se perdió. Dijo que si alguien más venía, debía verlo”.
Daniel abrió la cámara. Había una sola foto revelada. Una mujer, de pie sobre el lago. La misma de su imagen.
Y en su rostro, ahora, reconoció algo imposible. Su madre. Cuando era joven. Y antes de desaparecer, hace veinte años. El 21 de septiembre.
La noche del 20, Daniel soñó que caminaba sobre el agua. Que su madre lo llamaba desde la niebla, llorando. Que le decía: “No están muertos. Solo estamos atrapados. Alguien tiene que mirar. Alguien tiene que quedarse”.
El 21 al amanecer, los vecinos lo vieron caminar hacia el lago. Nunca regresó. Solo encontraron su cámara, aún grabando.
El vídeo mostraba solo niebla. Y una última imagen: Un rostro. El suyo. Bajo el agua.
Mirando hacia arriba, con los ojos abiertos. Sonriendo.
Desde entonces, la bruma en el lago es más espesa. Más tranquila.
Y si uno escucha con atención, a veces se oye una voz en la superficie: “Yo me quedo. Vos ándate”.
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Capítulo 22: “Habitación por Habitación”
El Hotel Mirador del Alba fue en su época un lugar de lujo, un paraíso en lo alto de la colina, rodeado de bosques de pinos y caminos de piedra blanca.
Hoy, solo quedan los cimientos torcidos, las ventanas abiertas como ojos ciegos, y una reputación tan turbia que ni los saqueadores se animan a entrar.
Dicen que el hotel recuerda Y recrea. Nadie que se haya atrevido a cruzar su umbral ha salido igual. Algunos no han salido.
Clara era arquitecta. Joven, obsesiva, racional.
Recibió el encargo de hacer un relevamiento estructural del hotel para un proyecto de restauración turística. No creían en las historias.
La única advertencia que escuchó fue el anciano que custodiaba la entrada:
-No se queda en una sola habitación por mucho tiempo. Mire… pero no se quede-.
Entró con planos antiguos y linternas LED. El vestíbulo estaba cubierto de polvo y escombros, pero aún conservaba su grandeza marchita: candelabros oxidados, espejos rotos, una alfombra carmesí que parecía haber absorbido algo más que tierra.
Subió al primer piso. Las puertas estaban numeradas, aunque muchas de las cifras habían sido arrancadas o arañadas.
Escogio al azar: Habitación 108.
Al cruzar el umbral, algo cambió. El aire se volvió más denso. El silencio, total. Como si hubiera cerrado la puerta de una bóveda.
La habitación estaba intacta. Cama hecha. Cortinas limpias. Y en la pared, fotos familiares.
Su familia. Ella, su hermana, sus padres. Una escena de su infancia.
La foto no existía. Clara lo sabía. Hasta que sonó el teléfono antiguo. Levantó el auricular. Una voz de niña susurró: “No debes empujarla”.
La imagen de su hermana, ahogada en un lago cuando eran niñas, emergió de su memoria como una cuchillada.
Había sido un accidente. ¿O no?
La habitación olía a humedad y a vergüenza.
En el espejo, Clara vio su reflejo distorsionado: una versión infantil de ella misma, empujando.
Sonriendo. Y luego llorando. Pero nunca pidiendo perdón.
Salió de la 108 con el corazón latiendo como si hubiera corrido kilómetros.
Probó otra puerta. Habitación 203. Dentro, no había muebles. Solo paredes cubiertas de mensajes escritos a mano: “Te vi, vos lo dejaste morir, no fue culpa de él”.
En una esquina, una camilla. Y sobre ella, el cuerpo de su abuelo. Clara no quería recordar eso.
No quería recordar el hospital ese. Ni esa noche en la que ella apagó la máquina sin que nadie la viera. “No fue eutanasia si no lo pediste”, dijo una voz desde la nada.
Clara salió corriendo.
Bajo al vestíbulo. Trató de salir. La puerta estaba cerrada. No tenía cerrojo. No tenía manija.
Solo un letrero que antes no estaba:
“Echa un vistazo solo después del último recuerdo”.
Subió al tercer piso. No quería seguir, pero el hotel quería que lo hiciera.
Cada puerta que abría mostraba un pedazo de su vida que había querido enterrar: El aborto clandestino a los 17. La carta que escribió para suicidarse y nunca envió. El video que grabó de su compañero de facultad llorando antes de desaparecer.
El hotel no mostraba fantasmas. Mostraba verdades. Crudas. Puras. Aisladas en habitaciones perfectas.
En la habitación 301, ella misma la esperaba. Vestida de blanco. Cabello largo. Ojos secos.
-Lista ¿Estás para quedarte?- le preguntó a su otro yo.
-No. No, por favor. Yo solo vine a trabajar-.
-Todos vinimos a trabajar. Alguien tiene que mantener esto andando-.
Detrás de la otra Clara, se abriría un pasillo negro. Decenas de puertas. Millas de recuerdos. De otras personas. De todos.
Esa noche, un grupo de trabajadores enviados por la constructora llegó para inspeccionar el hotel. No encontré a Clara. Sólo su cuaderno de notas, y en la última hoja había una sola frase escrita con letra nerviosa: “El horror no vive en los fantasmas. Vive en lo que no decimos. Y este lugar lo escucha todo”.
Y al pie de la página, como una firma: “Habitación 000. Clara”.
Una habitación que nunca había existido en los planos. Hasta ese momento.
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Capítulo 23: “La Capilla de los Torcidos”
El pueblo de San Eusebio del Silencio ni siquiera aparece en los mapas. Está a medio día de viaje por caminos sin nombre, envuelto entre colinas secas y viento sin dirección.
Allí, entre árboles retorcidos, se alza una pequeña capilla de madera ennegrecida por el sol y las décadas.
Nadie la construyó oficialmente. Nadie la recuerda empezando. Solo saben que siempre ha estado ahí. Y que no pertenece al Dios que creen conocer.
Mateo era antropólogo. Investigaba cultos rurales sin documentación. Religiones marginales. Leyendas tejidas fuera de la fe oficial.
Escuchó sobre San Eusebio en una entrevista a un anciano que mencionó “una misa de medianoche donde los fieles no tienen ojos, pero lo ven todo”.
Eso bastó para que Mateo alquilara una camioneta y se perdiera rumbo a ese punto olvidado del mundo.
Llegó un viernes. El pueblo era pequeño, apenas doce casas. La gente lo miraba sin hablar, como si su presencia interrumpiera algo que llevaba siglos en curso.
La única que le dirigió la palabra fue una mujer que vendía pan desde su porche.
-¿Busca la capilla?- preguntó sin levantar la vista. -No hay misa hoy, él duerme los viernes-.
Mateo no preguntó quién era “Él”. No todavía.
Fue hasta la colina al atardecer. La capilla parecía hecha de madera vieja y huesos blanqueados.
No tenía cruz. En su lugar, una espiral de clavos oxidados colgaba sobre la puerta.
Entró.
La luz era tenue. El aire olía a tierra húmeda y carne quemada. Había bancos viejos, un altar roto y vitrales sin imágenes. Solo formas abstractas, manchas de color que no formaban nada… pero que inquietaban profundamente.
Detrás del altar, tallada en la pared, una inscripción en latín arcaico: “Adórame, o serás devorado”.
Mateo fotos sacó. Tomó notas. Y esa noche, revisando las imágenes, vio algo extraño.
En todas las fotos del interior, había figuras. Sombras delgadas, encorvadas. Algunas sentadas en los bancos, otras de pie, mirando hacia él.
Pero no estaban allí cuando tomaron las fotos.
La segunda noche, volvió. Esta vez encontré la puerta entreabierta. Dentro, los bancos estaban ocupados. Una docena de figuras envueltas en mantas negras, sin rostro visible.
El altar estaba iluminado por velas que nadie había encendido. Y sobre él, un hombre delgado, con una túnica púrpura, sin cabello ni cejas, recitaba en una lengua que sonaba como crujidos de huesos.
Nadie se giró a mirar a Mateo. Pero él sintió que todos sabían que estaba ahí.
El sacerdote alzó las manos. Los fieles lo imitaron. Uno a uno, se quitaron las mantas. Donde debería haber rostros, había piel lisa, sin ojos, sin boca. Solo la huella de algo que había sido borrado.
Y sin embargo, cantaban. Un canto suave, repetitivo. No tenía palabras, pero calaba hondo.
Mateo no pudo moverse. Solo miraba. Y comprendió algo: Aquellos no eran humanos. O ya no lo eran.
El sacerdote se volvió hacia él y lo llamó por su nombre.
-Mateo, hijo del ruido. Trajiste tus ojos para mirar… ¿y tú lengua para rezar?-.
Mateo retrocedió.
-¿Qué es este lugar?-
-Una capilla olvidada por Dios, donde los rezos van hacia abajo. Aquí, la fe tiene precio. Y vos ya empezaste a pagar-.
Corrió. No sabía cómo salió, ni cómo llegó a la camioneta. Solo que el camino de regreso ya no estaba.
Dio vueltas por horas. Siempre terminaba frente a la misma colina.
La iglesia lo estaba rodeando, aunque no se moviera.
La tercera noche, no pudo resistir. La puerta lo esperaba. Dentro, solo quedaba el sacerdote.
Le ofrecieron una última elección.
-Permanecerás aquí. Ya lo sabés. Pero podés elegir cómo: ¿como fiel sin rostro, o como voz del altar?-
Mateo eligió el altar.
La última nota en su grabadora decía: “No es una iglesia. Es una boca abierta. Cada oración que decimos la alimenta. Pero ya no tengo miedo. Ahora la fe me sostiene”.
Hoy, quien sube a esa colina encuentra la capilla intacta. En el altar, un hombre de túnica púrpura.
Habla en una lengua antigua. Sonríe sin mover la boca.
Y en los bancos, fieles sin rostro escuchan en silencio.
Dicen que si entras con culpa, salís sin alma. Si entras por curiosidad, no salís. Y si rezás… algo abajo escucha. Y responde.
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Capítulo 24: “El Precio de lo Viejo”
La tienda no tenía nombre. Ni cartel. Solo una puerta de roble tallada con figuras que parecían letras, pero no formaban palabra alguna.
Estaba en un callejón olvidado de la ciudad, flanqueada por muros cubiertos de hiedra seca.
Nadie la recordaba haber visto antes. Y sin embargo, siempre había estado allí.
Lucas la encontró mientras buscaba un regalo extraño para su pareja, amante de lo antiguo y lo bizarro. La puerta abrió con un suspiro largo, como si despertara. Y adentro… silencio.
Una campanita de bronce sonó sin que nadie la tocara.
El interior era una cueva de cosas. Estanterías abarrotadas de relojes detenidos, muñecas de porcelana con ojos opacos, espejos con marcos de hueso, instrumentos médicos oxidados, gramófonos que giraban sin sonido, y crucifijos tallados con nombres que no eran santos.
Había olor a madera mojada ya flores muertas. La luz venía de velas rojas suspendidas en el aire.
No había cables. Ni ventanas.
Detrás del mostrador, un anciano alto, de traje polvoriento y piel grisácea, le sonríe sin mostrar los dientes.
-Bienvenido. Aquí, todo tiene historia. Y todo exige algo a cambio-.
Lucas ignoró el aviso. Curioseó con entusiasmo hasta que vio el reloj de bolsillo.
De oro ennegrecido, con una tapa grabada con figuras que se retorcían al mirarlas mucho tiempo.
Lo tomó. El segundero se movía al revés.
-¿Cuánto cuesta?- pregunto.
El anciano lo miró largamente.
-Un minuto-.
-¿Un minuto de qué?-
-De tu vida. Uno que hayas vivido. Lo perderás para siempre. No sabrás cuál. Solo que se ha ido-.
Lucas se rió, pensando que era parte del teatro. Pago en efectivo.
Y al salir, algo extraño ocurrió.
Llamó a su pareja, no lo reconoció.
Reviso su galería de fotos. Faltaba un álbum entero. Sus vacaciones del año pasado. No podía recordarlas. Ni dónde habían ido. Ni si en verdad las habían tomado.
Un minuto. Un recuerdo.
Nada terrible, pensó. Hasta que volvió a la tienda.
Volvía cada semana. Compraba una cosa. Perdía un momento. Un cumpleaños. Una discusión. Una canción favorita.
Pero también recibía algo más. Visiones.
A veces veía fragmentos de la vida de los objetos: una muñeca que había pertenecido a una niña ahogada, una brújula que apuntaba siempre al lugar donde un marinero se suicidó, una silla donde alguien murió esperando a quien nunca llegó.
Entonces encontró el espejo de marco ennegrecido. El anciano se lo ofreció sin hablar.
Lucas vio su reflejo, no como era, sino como sería al morir: Viejo, solo, cubierto de polvo. En la misma tienda.
-¿Cuánto cuesta?-.
-Nada- dijo el anciano. -Solo necesitaba verte mirarlo-.
Desde ese día, Lucas empezó a olvidar cosas sin comprar nada. El nombre de su madre. Dónde vivía. Cómo había llegado a la tienda.
Cada noche soñaba con estantes infinitos. Y con una voz que susurraba: “El tiempo no se detiene. Solo se esconde en los objetos rotos”.
Un día, fue al mostrador. El anciano ya no estaba. En su lugar, un papel: “Todo coleccionista se convierte en pieza. Gracias por tu tiempo”.
Lucas sintió que algo en él se rompía. Su rostro se volvió opaco, su piel, polvorienta, sus manos, rígidas.
Y en un rincón de la tienda, apareció un nuevo artículo: Un hombre inmóvil, en una vitrina de cristal. Etiqueta: “Lucas. Alma parcial. Testigo del olvido”.
Hoy, quien entra a la tienda no lo reconoce. Solo ven una figura pálida, casi un maniquí. Pero si miran de cerca sus ojos, notan un parpadeo leve. Como si algo aún luchara por recordar.
Y en cada objeto que compran, en cada recuerdo que pierden, Lucas los ve desde su encierro. Y sabe que pronto alguien lo reemplazará.
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Capítulo 25: “Debajo de las Aguas que No Existen”
Todo comenzó con un mapa. Un pergamino descolorido que Julieta encontró en una tienda de libros usados, entre volúmenes de navegación y tratados geográficos obsoletos. El mapa no tenía título. Solo líneas costeras imposibles, islas sin nombre y, en una esquina inferior, una palabra escrita a mano con tinta negra: “Nemedis”.
Había algo hipnótico en esa palabra. Julieta, cartógrafa de profesión, no pudo resistirse. Llevó el mapa a casa.
Lo estudió durante semanas. Intentó compararlo con proyecciones reales, buscando alguna coincidencia geográfica. No había ninguna.
Sin embargo, en cada observación nocturna, Julieta notaba pequeños cambios.
Primero, una nueva calle. Después, un faro junto a un puerto. Luego, la aparición de casas minúsculas, dibujadas con pulso de cirujano, que no estaban la noche anterior. Y en el centro…una espiral. Cada día más definido.
Un día no pudo más. Tomó un vuelo hasta el país cuya costa parecía más cercana a la extraña península del mapa. Alquiló una lancha. Nadie conocía a Nemedis. Ningún radar la detectó.
Pero cuando Julieta colocó el mapa sobre la brújula de la embarcación, la aguja dejó de señalar el norte.
Empezó a girar lentamente… hasta detenerse. Apuntando a una dirección en mar abierto.
Ella la siguió.
Tres horas más tarde, el cielo cambió. Sin color, sin peso.
Las nubes se volvieron más densas. El aire, más espeso. Y el mar, más tranquilo. Como si algo gigantesco contuviera la respiración bajo las olas.
Julieta miró hacia el horizonte y la vio: Némedis.
Una ciudad sumergida…pero visible. Las torres, los templos y las calles estaban bajo una superficie invisible. Sin agua. Algo más denso. Algo que se movía con ritmo propio.
Parecía el reflejo de un sueño olvidado.
Al acercarse, la lancha se detuvo sola. Y una escalera de piedra emergió lentamente del mar que no era mar.
Julieta bajó.
Cada paso la hundía en una sensación de que no tenía nombre. Como si cada molécula de aire se llenará de memoria.
Las calles estaban vacías. Pero no muertas.
Había lámparas encendidas. Puertas abiertas. Tazas de café humeante sobre mesas cubiertas de polvo.
Y voces…leves, pero constantes. Cantaba en una lengua que no podía comprender…
pero sí recordar.
En el centro de Nemedis, estaba la espiral.
Tallada en el suelo de una plaza circular. Cuando Julieta la pisó, vio todo.
Vidas que no eran suyas. Infancias pasadas bajo soles rojos. Guerras entre sombras. Rituales donde los muertos aplaudían.
Y, lo más perturbador…su propio rostro, reflejado en vitrales antiguos, como parte de una historia que no había vivido.
Intenté irse.
Pero la escalera ya no estaba. La lancha... se había desuelto.
El cielo comenzó a gotear. Pero no agua: eran letras. Miles de personajes desconocidos cayendo como lluvia sobre las piedras.
Julieta corrió. Gritó. Nadie respondió.
Solo el eco de su voz, deformado, que decía otra cosa: “Ya estuviste aquí. Solo regresaste”.
Días después, unos pescadores encontraron una lancha vacía, flotando en un mar tranquilo.
En su interior, un único objeto: un mapa mojado.
Las líneas eran las mismas, pero ahora Nemedis estaba marcada con una X roja. Y debajo, garabateado en la misma tinta negra: “Nunca busques una ciudad que se esconda por voluntad propia”.
Desde entonces, otros mapas han comenzado a cambiar. Antiguos, olvidados. A veces en bibliotecas públicas, a veces en colecciones privadas.
Y cuando alguien encuentra el nombre “Nemedis”, comienza a olvidar una parte de su mundo real.
Como si algo tirara de ellos desde abajo.
Porque Nemedis no está bajo el mar. Está bajo los recuerdos. Bajo el lenguaje. Bajo el tiempo.
Y cada vez que alguien la nombra… ella escucha.
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Capítulo 26: “Algo Respira Entre los Árboles”
Nadie entró al Bosque de Almara después del anochecer.
No por superstición. No por leyenda. Simplemente… porque los que lo hacían, no volvían.
Y los que sí regresaban, no hablaban nunca más.
Daniel no creía en eso. Era biólogo, investigador, escéptico profesional. Buscaba patrones, huellas, indicios de comportamiento animal. Y los extraños informes del bosque le parecían, en el mejor de los casos, exageraciones rurales.
Había marcas en los árboles. Garras. Trozos de piel adheridos a la corteza.
Sonidos guturales grabados en dispositivos automáticos. Y un rastro constante de desapariciones sin resolver.
Demasiado para ignorar. Demasiado para resistirse.
Acampó a un kilómetro dentro del bosque, junto al arroyo seco.
Cayó la noche. El silencio era total. No había grillos. No había viento. No había hojas que crujieran.
Solo su respiración. Y el sonido, casi imperceptible, de algo imitándola desde la distancia.
A las 2:14 am, el sensor de movimiento se activó.
Daniel se sentó. Revisó el monitor portátil. Vio una figura.
Alta. Demasiada alta. Caminaba con las articulaciones mal puestas, como si el cuerpo no fuera suyo.
Pero no lo alarmó eso. Lo que lo hizo temblar fue lo que la figura llevaba puesta: Su propia mochila. Su chaqueta. Su rostro.
Salió de la tienda. Apuntó con la linterna. Nada. Solo árboles.
Y entonces… el crujido.
A su derecha. Luego a su izquierda. Luego… detrás. Un sonido húmedo, como carne deslizándose sobre raíces.
Daniel giró en redondel. Su linterna iluminó un árbol con algo grabado: un símbolo, no un nombre.
Tres círculos concéntricos, unidos por una línea de sangre seca.
Sintió algo detrás. Giró.
Nada.
Pero al mirar hacia abajo, había huellas humanas, del mismo tamaño que las suyas. Y luego… una más.
Gigantesca.
Volvió corriendo al campamento. La tienda estaba rasgada. Los dispositivos, rotos. Y sobre el suelo, algo que lo paralizó: Su diario de campo, escrito con su letra… en páginas que él no recordaba haber llenado.
Leía: “Me mira desde dentro de los árboles. Sabe quién soy. Lo serás pronto también”.
El bosque comenzó a cambiar.
Los árboles parecían moverse. El cielo se cerraba, como si la noche misma se plegara sobre sí.
Y el aire… se llenó de un olor a cobre y tierra mojada.
Entonces lo vio. No de frente, sino por el rabillo del ojo. Una silueta agazapada, con patas de ciervo y torso de hombre. Pero sin rostro. Solo una cavidad… que palpitaba.
Daniel corrió.
No sabía hacia dónde. Solo huía.
Pero el bosque no dejaba huir a nadie que ya hubiera sido visto.
Días después, un grupo de rescate encontró el campamento. Todo en orden. Excepto por la tienda… vacía.
Y sobre el suelo, un símbolo: Tres círculos concéntricos.
No había sangre. No había cuerpo.
Solo, en el borde del bosque, un hombre que caminaba sin dirección. Desnudo, cubierto de barro.
Con una sonrisa hueca.
Era Daniel. Pero no lo reconocieron.
Él tampoco los reconoció.
Solo repetición: “No es una bestia. No es un dios. Es la perfecta imitación de todo lo que tememos. Y ahora me está usando a mí”.
Hoy, el Bosque de Almara está cercado. Sellado por el gobierno bajo pretextos ecológicos.
Pero a veces, por las noches, se escuchan respiraciones múltiples.
Y, muy de vez en cuando…una voz conocida llama desde dentro.
Siempre imitando. Siempre aprendiendo.
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Capítulo 27: “Túnel Cero”
La Línea 6 del subterráneo de la ciudad de Villa del Parque nunca estuvo completa.
Había rumores entre los trabajadores: una sección clausurada por "motivos estructurales", aunque nadie recordaba haberla construido. Solo una puerta metálica sin nombre, marcada con pintura roja.
Túnel Cero, lo llamaban. Y estaba sellado.
Hasta que una noche… se abrió solo.
Marco era técnico de mantenimiento.
Turno nocturno, pasillos vacíos, luces parpadeantes. Una rutina que lo mantenía cuerdo después del divorcio.
A las 02:47 am, su radio sonó.
-Se detectó movimiento en el sector cerrado, línea C-14- dijo la central.
-Eso no existe- respondió Marco.
-Verifícalo igual- dijeron desde la central.
Suspenso. Tomó su linterna. Y bajó.
La puerta estaba abierta. Detrás, un túnel húmedo, angosto, como si hubiera sido cavado a mano.
Los muros parecían más antiguos que el concreto. Y sobre ellos… marcas.
No grafitis. No símbolos. Rostros. Tallados a fuego. Cientos. Todos gritando.
Marco avanzó.
Cada paso que daba, la temperatura bajaba. La señal de radio se distorsiona.
-¿Central? ¿Me copian?-.
Estática.
Y luego… una voz.
-Bienvenido , Marco-.
No era la central.
Era su voz.
El túnel giraba en ángulos imposibles. Las luces de emergencia titilaban sin energía. Y, en un recodo, vio algo colgando del techo:
Su chaleco de trabajo. Pero ennegrecido. Quemado. Como si ya hubiera pasado por fuego.
Siguió avanzando, impulsado por un instinto que no comprendía. Y entonces lo sintió:
Una presencia caminando detrás de él… a la misma velocidad. Cada vez que se detenía, también se detenía.
Pero nunca la vio.
La estructura del túnel comenzó a cambiar. Ya no era cemento.
Eran paredes de huesos. Y el aire... vibraba, como si respirara.
En el centro de una sala circular, encontró una puerta. En ella, una placa oxidada: “No todos los túneles llevan a otro lugar. Algunos llevan hacia ti”.
La abrió.
Y vio.
No puede describirse. Solo que allí estaban todos los que habían entrado antes. Suspendidos. Estáticos. Sus cuerpos flotaban…pero sus ojos seguían vivos.
Y uno de ellos era Marco. O alguien exactamente igual a él.
Con un gesto lento, alzó la mano… y le susurró:
-Este lugar no es nuevo. Fuiste tú quien lo soñó. Nosotros solo lo construimos-.
Marco corrió.
Los rostros de las paredes lo seguían con la mirada. Las luces explotaban a medida que pasaba.
Volvió al túnel original. La puerta aún estaba abierta. La cruzó, sin mirar atrás.
Cuando emergió, jadeando, el reloj marcaba las 03:01 am. Solo habían pasado catorce minutos.
Pero algo estaba mal.
El personal de seguridad no lo reconocía. Su tarjeta de identificación no funcionaba. Y en el registro de empleados, no figuraba su nombre.
Tampoco su rostro.
Como si nunca hubiera trabajado allí. Como si… el Marco que salió del túnel no fuera exactamente el mismo.
Hoy, la puerta del Túnel Cero está sellada de nuevo.
Pero cada tanto, alguien escucha pasos detrás de ella. O ve una silueta caminando por las cámaras de vigilancia…aunque nadie entre.
Y en la sala de monitores, a veces aparece una línea de código imposible de borrar. Solo una frase, parpadeando en rojo: “El túnel no terminó contigo. Solo empezó a través de ti”.
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Capítulo 28: “Espejo de Plomo”
La tía Lucía murió a los 92. Cuando la encontraron, estaba sentada frente a su tocador, con una sonrisa seca, casi de alivio. Y frente a ella, el viejo espejo ovalado de marco negro, cubierto con una sábana amarilla.
En su testamento, dejó la casa a su sobrina, Nadia. Y una advertencia escrita en letra temblorosa: “No lo mires más de lo necesario. Y nunca, nunca le des la espalda mientras te observa”.
Nadia pensó que era una broma. Una excentricidad más de la tía. Hasta que vio el espejo.
No reflejaba como debía.
Era más… profunda. No tenía el gris clásico del vidrio antiguo, ni el brillo de uno moderno.
Parecía plomo líquido. Y al mirarse, Nadia sintió que alguien más también la observaba desde dentro.
La primera noche, se cepilló el cabello frente a él. Su reflejo no la imitaba del todo.
Los movimientos eran exactos… pero los ojos parpadeaban un segundo tarde. A la mañana siguiente, juró verse más pálida, más…cansada.
Con los días, el reflejo comenzó a cambiar.
Pequeñas cosas: una arruga nueva en la frente, ojeras más pronunciadas, el cabello más fino.
Pero solo en el espejo. En fotos, en otros espejos, seguían iguales.
Solo ahí dentro, en ese marco maldito, Nadia envejecía.
A la segunda semana, su reflejo ya parecía diez años mayor. Pero lo peor fue que comenzó a moverse mientras ella estaba quieta.
Una noche, se quedó congelada al ver cómo su reflejo le sonreía. Con los labios resecos. Los dientes amarillentos. Y los ojos... hundidos.
Intenté cubrir el espejo.
Pero la sábana se resbalaba cada noche. Como si alguien la retirara.
Buscó ayuda. Restauradores. Historiadores. Ocultistas de internet.
Una mujer, a la que contactó en un foro, le escribió un mensaje escueto: “No es un espejo,
es una jaula. Pero lo que encierra...también está vivo”.
Una noche, no resistió más.
Colocó una cámara frente al espejo. Dejó grabando mientras dormía.
Al día siguiente, revisó el material.
Durante las primeras horas, nada. Luego, a las 3:17 am, su reflejo se incorporó por sí mismo.
Camino dentro del vidrio. Desapareció. Y volvió tres horas después, con la mirada satisfecha y una gota de sangre en la comisura de los labios.
Nadia comenzó a debilitarse. Su piel, aún tersa en el mundo real, se sentía tirante. Como si su cuerpo supiera que su reflejo estaba más cerca del final.
El día que encontró una cana, se encerró en el baño y gritó. No por la cana. Sino porque el reflejo ya no la mostró a ella.
Era una mujer anciana. Agonizante. Pero sonriente.
Ese mismo día, encontré una inscripción oculta detrás del marco. Grabada con uñas o cuchillas: “Si te reconoce como suya… vendrá por ti”.
Esa noche, vendó el espejo con cinta, lo envolvió en sábanas, y lo bajó al sótano. Lo dejó bajo llave.
Pensó que con eso bastaba.
No bastó.
Durante los días, cada espejo de la casa comenzó a distorsionar. En la ducha, en el ascensor del edificio, en el retrovisor del auto.
Siempre el mismo rostro anciano. Cada vez más cerca.
Hasta que una madrugada, se despertó con el sonido de vidrios rotos. Y allí estaba.
Ella. O lo que quedaba de ella.
El reflejo.
Vieja. Arrugada. Los ojos vidriosos pero crueles.
-Ya he esperado suficiente- dijo, con una voz seca.
-¿Quién eres?-
-Lo que queda de ti cuando no te ves más. Lo que alimentas cada vez que te comparas. Lo que no quieres mostrar. Lo que sueña con ser libre.
El cuerpo envejecido se abalanzó. Pero Nadia no gritó. Agarró un pedazo de marco y se lo incrustó en el pecho.
El reflejo gritó. Y desapareció en una niebla plateada.
El espejo, en el sótano, estalló.
Hoy, la casa se vendió. Pero el nuevo dueño dice que el espejo lo encontró igual.
Recompuesto. Perfecto.
Y cuando se peina frente a él cada mañana…cree ver, muy de fondo, a una mujer joven gritándole desde el otro lado.
Y cada día…él se ve un poco más viejo.
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Capítulo 29: “Final de Contador”
Todo comenzó con un mensaje.
Tu muerte tiene fecha. Descúbrela gratis.
[Descargar “FinalTracker”]
Héctor pensó que era spam. Una más de esas aplicaciones que simulan leer tu huella emocional o mostrarte tu “vida pasada”. Pero tenía insomnio, y la curiosidad es más fuerte a las 2:30 am.
Instaló la aplicación.
La interfaz era sencilla: fondo negro, texto rojo.
Una sola opción: “Ver Fecha”.
Sin pensarlo mucho, pulsó.
La pantalla parpadeó.
Y entonces apareció: Morirás el 14 de abril, a las 23:12.
Era el 10 de abril. Cuatro días.
Héctor se rió.
-Seguro-.
La cerró. La desinstaló.
Pero al día siguiente, al revisar el teléfono… la aplicación estaba de nuevo allí. Instalada.
Y mostrando ahora una cuenta regresiva. “3 días, 14 horas, 27 minutos, 16 segundos...”
Cada segundo caía con un sonido sordo. Como una gota en un cuarto vacío.
Intentó eliminarla. Nada. Cambio de celular. La aplicación apareció en el nuevo teléfono, instalada antes incluso de iniciar sesión.
Fue un técnico.
-Debe ser un virus- dijo el muchacho, -pero... nunca vi uno que se instalara en un dispositivo sin red-.
Esa noche, soñó con una figura vestida de negro. Sin rostro. Que lo miraba desde un reloj sin manecillas. Solo una cuenta descendente, incrustada en su pecho.
-A veces saber cuándo... es peor que no saber nunca-.
Despertó bañado en sudor.
El segundo día, Héctor notó algo extraño.
Cada vez que veía la cuenta regresiva, su reflejo se veía un poco más apagado. No más viejo, ni más cansado. Solo… menos.
Como si la aplicación no solo contará el tiempo. Sino que lo consumiera.
Buscó en foros. Reddit. Red profunda.
Una entrada anónima decía: “La aplicación apareció en 2016. Nadie sabe de dónde vino. Pero todos los que recibieron una fecha... murieron. La cuenta solo se detiene cuando se cumple”.
Y más abajo, una advertencia: “No compartas el reloj con nadie más. Si otra persona ve tu cuenta regresiva... el tiempo se divide. Y a veces, eso no es suficiente para ninguno de los dos”.
A Héctor le quedaron dos días. Las horas eran un grillete. Escuchaba el sonido del contador en su cabeza, incluso con el celular apagado.
Consultó a una médium.
Ella tomó el teléfono, lo miró y palideció.
-¿Dónde lo conseguiste?-
-Es solo una aplicación-.
-Eso no es una aplicación. Es un contrato.
El día final llegó: 14 de abril.
Héctor no fue a trabajar. Apagó el teléfono. Cerró todas las ventanas.
A las 23:11, el silencio era absoluto.
Un minuto.
Entonces, nada.
23:12.
Nada.
23:13.
Suspenso. Se río.
-¿Ves? Basura tecnológica-.
A las 23:14, la televisión se subió sola.
Pantalla negra. Una cuenta que marcaba “00:00:00:00”. Y una frase debajo: “Tiempo excedido.
Se aplicará penalización”.
Una figura emergió del rincón más oscuro de la habitación. No caminó. Se deslizó.
Sus manos eran delgadas, de vidrio agrietado. Donde tocaba, el tiempo se distorsionaba.
El reloj del microondas retrocedía. El ventilador giraba en reversa. Las sombras temblaban.
Héctor no tuvo tiempo de gritar.
Ni siquiera de moverse.
Cuando lo encontraron, no había señales de violencia.
Pero su rostro estaba...viejo.
Demasiado viejo.
Como si hubiera vivido cien años en una sola noche.
Hoy, algunos aseguran que la aplicación sigue circulando. Pero no aparece en la tienda oficial. A veces aparece por AirDrop. O por Bluetooth, sin que la actives. Solo… aparece.
Y te da una fecha.
La pregunta no es si es real. Sino si quieres saberla.
Porque en ese momento, aunque no lo creas…empieza a contarte.
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Capítulo 30: “Los que sueñan despiertos”
Nadie sabe cuándo llegó.
Solo que, una mañana, el perro de Don Jorge se negó a salir. Temblaba frente a la puerta, gruñendo al aire.
Después, vino el silencio.
Un silencio espeso, antinatural, que se posó sobre San Víctor, un pueblo de apenas 342 habitantes, escondido entre colinas dormidas.
La primera en hablar de las pesadillas fue Catalina, la bibliotecaria. Contó que soñó con una figura sin rostro, de manos delgadas, que le susurraba palabras imposibles en un idioma que sentía…antes de nacer.
-No eran sueños- decía, temblando. -Era como si algo me hablara desde otro plano. Y cada noche lo hacía más cerca-.
Al principio, la gente no le creyó. Pero en menos de una semana, el 80% del pueblo dejó de dormir.
O peor aún…dormían, pero no despertaban del todo.
Empezaron a actuar raro. Se quedaron quietos, mirando puntos fijos. Sus ojos abiertos… pero sin nadie detrás. Como si algo más los usara para mirar el mundo.
Los niños dibujaban árboles con bocas. Montañas con dedos. Casas donde alguien lloraba, y el llanto tenía forma.
Y siempre, en todos los dibujos, una figura alta, encorvada, con una corona negra flotando sobre la cabeza. Y un nombre escrito con crayón: “ÉL QUE SUEÑA EN OTROS”.
Don Esteban, el médico, fue el primero en romperse. A las tres de la mañana, corrió desnudo por la plaza principal, gritando:
-¡Ya viene! ¡Está usando nuestras cabezas como portales! ¡Dejen de dormir, por Dios, dejen de dormir!-
Al día siguiente, lo encontraron flotando en el río. Con la cabeza ladeada y la boca aún moviéndose.
Susurrando algo… en ese idioma que nadie conocía.
Los animales se marcharon. Las aves desaparecieron. La electricidad comenzó a fallar.
Y las pesadillas se hicieron colectivas.
La gente soñaba lo mismo: Un bosque que no existía, un cielo de carne palpitante, y un trono vacío hecho de huesos fundidos.
Y lo peor…
Una figura caminando hacia ellos. Lenta. Paciente.
El cura del pueblo, el padre Elías, intentó hacer una misa especial. Quería “sellar el sueño”. Pero durante la ceremonia, comenzó a hablar en lenguas. Su voz cambió. Y sus ojos se pusieron completamente negros.
Murió con la lengua arrancada.
Nadie se atrevió a tocar su cuerpo durante días. Tenía grabado en la espalda, con cortes profundos, un mensaje: “YA DUERMO EN TODOS USTEDES”.
Catalina, cada vez más deshecha, creyó entender. Buscó en libros viejos, en historias indígenas, en fragmentos que apenas se sostenían.
Decía que había antiguos entes, previo a los dioses y al tiempo. Y uno de ellos se alimentaba no de carne… sino de conciencia dormida.
Vivía en las pesadillas. Pero solo podía cruzar si suficientes mentes soñaban con él a la vez.
Un solo soñador era un susurro. Pero un pueblo entero...era una puerta.
La última noche, llovió sangre.
Literalmente. Las gotas eran espesas, rojas, calientes.
La gente ya no hablaba. Solo se movían al unísono, como en trance. Iban hacia el bosque. El que no existía en los mapas, pero sí en los sueños.
Solo Catalina se quedó.
Escribió en su diario: “Lo hemos traído. No sabíamos. Solo soñábamos. Y ahora, Él camina con nosotros”.
Después, se cortó los párpados. Para nunca dormir de nuevo.
Hoy San Víctor está vacío. Completamente. Pero las casas están limpias. Las mesas puestas.
Las camas tendidas.
Como si todos se hubieran marchado… o fueran a volver.
Pero si vas en la noche, puedes ver luces en algunas ventanas.
Y si duermes cerca del pueblo, incluso en tu coche, soñarás con un trono vacío.
Y con alguien acercándose.
Muy, muy despacio.
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Capítulo 31: “Lo Que Traen las Mareas”
Hay una cabaña aislada, clavada en pilotos viejos sobre el mar, conectada a tierra por un largo muelle de madera que cruje como si protestara con cada paso.
No tiene dirección. Ni aparece en ningún mapa turístico.
Los pocos que la conocen la llaman “La Sola”.
Sofía la encontró mientras exploraba la costa con su pareja, Julián. Buscaban tranquilidad, lejos del ruido. Aislados, rodeados solo por el sonido hipnótico del oleaje.
El casero del pueblo costero no quiso alquilarla.
-Esa cabaña... no debe ocuparse-.
-¿Por qué?-
-No está sola-.
-¿Quién vive ahí?-
-No es alguien-.
Obviaron la advertencia.
La alquilaron por fuera del radar, sin papeles, sin preguntas.
La primera noche fue tranquila. El viento golpeaba la estructura con suavidad. La madera se quejaba con cada brisa. Pero había algo acogedor en esa soledad rodeada de agua.
La segunda noche, Julián despertó empapado. No sudor. De agua salada. Y no recordaba cómo.
Sofía lo encontró de pie frente a la puerta que da al mar, con los ojos cerrados, murmurando algo en voz baja:
-Ya viene. Ya viene. Ya viene-.
Pero cuando lo sacudió, se despertó confundido. No recordaba nada.
La tercera noche, ambos soñaron con el fondo del mar.
Un lugar oscuro, sin fondo, donde algo antiguo se retorcía en espirales, envuelto en cadenas de coral, con ojos como faros apagados.
Y una voz, sin boca ni eco, que susurraba: “Si entras al agua, no regresarás solo”.
Los días siguientes fueron cada vez más extraños.
Sombras cruzaban la sala aunque no había nadie. El sonido de pasos sobre el techo, en plena noche.
Y lo peor: las voces.
A veces imitaban a Sofía. Otras, un Julián. Y decían cosas que nunca se habían dicho el uno al otro.
Cosas íntimas. Cosas que dolían.
El sexto día, encontraron algo junto al muelle.
Una figura envuelta en redes podridas, cubierta de algas. Sin rostro. Con dedos largos, deformes y piel blanca como perla muerta.
Parecía un cuerpo ahogado. Pero respiraba.
Llamaron a emergencias. No llegó nadie. La radio solo emite estática.
Y al anochecer, la figura había desaparecido.
Solo dejó marcas húmedas que llevaban… a la cama donde dormía Sofía.
Esa noche, Julián no durmió.
La miraba con los ojos abiertos, temblando.
-Sofi…- dijo, con voz quebrada. -Algo vino conmigo cuando nadé el primer día. Algo me tocó. Yo entré. Y ahora… tengo recuerdos que no son míos. Recuerdos de bajo el agua.
Al séptimo día, Sofía se despertó sola. Julián no estaba.
La cabaña estaba…vacía.
Pero en el muelle, encontré huellas de mojadas. Iban del mar a la puerta. Y luego al dormitorio.
Y dentro de la cama, no estaba sola.
Un cuerpo se mueve bajo las sábanas.
No era Julián.
Aunque…tenía su voz.
Pero cuando la figura se dio vuelta, su rostro era liso como una piedra pulida.
Y en su voz...había otra voz dentro.
-Gracias por dejarme entrar-.
Sofía nunca salió de la cabaña.
Pero alguien con su cara apareció días después en el pueblo.
Dijo que todo estaba bien. Que el mar era maravilloso. Que la cabaña está en oferta para quien quiera visitarla.
La gente nota algo extraño en su andar. En sus manos. En cómo se queda mirando el agua durante horas, sonriendo sin razón.
Y a veces, en la noche, cuando creen que no hay nadie cerca, se le escucha decir:
-La marea lo trae. La marea lo lleva. Y cada vez…deja algo más.
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Capítulo 32: “Frecuencia Inhumana”
La estación meteorológica AR-71 se encuentra en la cima del Cerro Áspero, una elevación remota donde ni los excursionistas se atreven a subir fuera de temporada.
Construida en los años 60, ahora se mantiene automatizada… en teoría. Pero cada seis meses, un técnico sube para hacer chequeos de rutina.
Esta vez, fue David, meteorólogo y radioaficionado veterano.
No volvió.
David dejó una nota en el refugio base: “72 horas. Solo mantenimiento. Si hay mal tiempo, esperaré”.
Partió con un equipo de radio, provisiones y una mochila con su colección de grabaciones.
Subió por un sendero poco concurrido de Potrerillo, con el ánimo intacto.
Pero en el día dos… comenzó a emitir una frecuencia distinta.
No usó la banda oficial.
Sus transmisiones eran fragmentadas, distorsionadas. La señal venía de la estación AR-71, pero el contenido… era otra cosa.
Grabaciones incompletas. Voces que no eran la suya. Y algo más.
Un murmullo de fondo constante, como viento… pero que decía cosas.
Frases imposibles, en idiomas muertos. Órdenes. Ruegos.
Y a veces, su voz decía, entrecortada:
-No está solo aquí. No estoy solo aquí. La estación... transmite más de lo que capta-.
Un equipo de rescate fue enviado. Subieron dos días después.
Encontraron la puerta de la estación cerrada por dentro. Sin señales de fuerza. Pero con los vidrios empañados, como si alguien respirara desde adentro.
Cuando forzaron la entrada, hallaron el lugar impecable. Todo estaba en su sitio. Menos una cosa: No estaba David.
Solo su radio encendida. Transmitiendo en una frecuencia que nadie reconocía.
Y sobre la consola, un cuaderno con su letra, lleno de anotaciones erráticas, dibujos de antenas que apuntaban al cielo… y luego al suelo. Y al final, un mensaje: “La señal no viene de arriba. Viene de abajo. No estamos leyendo el clima. Estamos abriéndole paso”.
Las grabaciones de la estación se recuperaron. Y lo más inquietante fue esto: A partir de la medianoche del segundo día, se escuchan pasos. Dentro de la estación. Aunque nadie debería estar ahí.
Después, la voz de David, temblando:
-No estoy solo. No soy el único que escucha. Y creo que ahora ellos también me oyen a mí-.
La última grabación es un silencio largo. Y luego, una nueva voz, desconocida, que habla con claridad:
-La transmisión fue recibida. Estamos en camino-.
Desde entonces, cada noche, a la misma hora, la estación vuelve a emitir. Aunque no hay nadie ahí.
Las cámaras no captan movimiento. Pero los equipos se encienden solos.
Y la frecuencia es cada vez más clara. Más humana. O al menos… eso parece.
Hoy, en el pueblo al pie de la montaña, hay quienes aseguran que escuchan un eco lejano, un zumbido persistente, como si la misma tierra estuviera hablando.
Dicen que si sintonizás la frecuencia 105.4 justo a medianoche, podrás escuchar lo que David escuchó.
Pero nunca respondas si alguien te llama por tu nombre. Porque si lo haces… es posible que algo, allá arriba, te escuche de vuelta. Y decidió bajar.
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Capítulo 33: “La Torre del Silencio”
Hay un edificio en las afueras de la ciudad, devorado por el óxido y el musgo. Tiene catorce pisos… aunque nadie recuerda haber contado más de doce.
“La Torre del Silencio”.
Nadie vive ahí desde hace décadas. Nadie entra. Nadie vende. Y sin embargo, cada noche, una luz parpadea en el piso más alto.
Cuando Mauro propuso explorarla, todos rieron. Él, Carla, Leo y Tomás eran amigos desde la adolescencia. Ahora, con más años y rencores a cuestas, aún se reunían por costumbre.
El plan era pasar unas horas, subir hasta arriba, grabar algo para el canal de Tomás y salir antes de medianoche.
Solo por las risas.
El edificio los recibió con un olor rancio a humedad y algo más…un aroma sutil, dulce, que ninguno supo identificar. Como flores podridas.
Cada piso que subía parecía más antiguo que el anterior. Carla lo notó primero:
-¿Se dio cuenta de que los pasillos son distintos en cada piso? Como si fueran de épocas diferentes…-
-Decoración vintage- bromeó Mauro, aunque su voz sonaba hueca.
En el cuarto piso, las linternas parpadearon. Y las paredes se llenaron de grafitis que nadie había visto al subir.
Frases personales. Cosas que dolían. Cosas que nadie había dicho en voz alta.
“Lo besé mientras dormías”.
“Yo vi a tu hermana y no hice nada”.
“No te invité porque te odio”.
Todos se miraron. Nadie habló.
En el séptimo piso, Carla encontró una carta en su mochila. Era su letra. Una carta que había escrito y destruido hace años. Una confesión de algo que juró enterrar para siempre.
Leo la miró y dijo:
-Vos me prometiste que eso no era cierto-.
Carla palideció.
-¿Cómo sabías…?-
En el noveno piso, apareció otro Tomás. Idéntico. Pero sin la cámara. Con la mirada vacía.
Y los pies mojados.
Solo dijo:
-Vos sabés lo que hiciste en el viaje a Mendoza. Y ahora los demás también lo saben-.
Tomás gritó. Corrió. Desapareció escaleras abajo.
Nunca llego a la salida.
En el décimo piso, un espejo colgaba del techo.
Solo uno se reflejaba: Mauro. Los demás no estaban en la imagen.
Pero en su reflejo, su cara lloraba. Y murmuraba:
-No fuiste al hospital porque sabías que ya estaba muerto. No fue culpa tuya. Pero lo dejaste solo-.
Leo lo empujó, furioso.
-¿Eso era sobre mi hermano? ¿¡Tu mejor amigo!?-
Mauro no respondió.
En el undécimo piso, Carla no se detuvo. Corrió escaleras arriba.
Leo detrás.
El edificio parecía estirarse, como si cada escalón los llevara más lejos de la salida.
Y en el duodécimo piso…la luz.
Solo una habitación. Cuatro sillas.
Y cuatro versiones de ellos mismos sentados, observándolos. Más jóvenes. Más reales. Más rotos.
Las puertas se cerraron.
Y las luces se apagaron.
Una voz sonó, como si viniera de todos los rincones:
-El edificio no guarda fantasmas. Guarda decisiones. Y cada piso subido… es un recuerdo no enfrentado. Uno más… y la culpa se vuelve carne-.
Leo.
Solo. Mudo. Con la mirada perdida.
Nunca quise hablar de lo que pasó. Nunca volvió con los demás.
Pero cada tanto, sube al mirador más alto de la ciudad… y mira hacia donde se alza “La Torre del Silencio”, oculta entre sombras y niebla.
Y en noches sin luna, dice escuchar sus voces.
Llamándolo. Gritando. Pidiéndole que vuelva y termine lo que comenzó.
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Capítulo 34: “Los Senderos de Nadie”
Los lugareños lo llaman El Bosque de Enmedio. No por estar entre dos pueblos, ni por dividir montañas o ríos. Sino porque está en medio del tiempo. Una grieta donde el mundo no avanza igual para todos.
Y los que entran… rara vez regresan siendo los mismos. O regresan demasiado tarde.
Marina, Bruno, Estefanía y Daniel eran excursionistas con experiencia. Buscaban rutas fuera del mapa, historias olvidadas, paisajes vírgenes.
Y El Bosque de Enmedio era una leyenda irresistible. Un lugar sin senderos marcados, donde el musgo crecía en dirección opuesta y los árboles parecían moverse de lugar cuando uno no miraba.
Llegaron al amanecer.
Prometieron no separarse.
Pero el bosque tiene sus propias reglas.
En el primer claro, encontraron un reloj de bolsillo colgado de una rama. Funcionaba… pero giraba al revés.
Daniel se rió, lo guardó.
Fue el primero en perderse.
Bruno escuchó su voz a los pocos minutos.
-¡Estoy aquí! ¡Sigue mi voz!-
Pero cuando llegaron al lugar, solo había huellas. Pequeñas. Demasiado pequeñas para ser suyas.
Estefanía dijo algo extraño:
-Es como si hubiera… envejecido al revés-.
Marina miró su reloj: 10:42 am
Bruno miró el suyo: 19:18
Estefanía el suyo: 3:05 am del día siguiente.
El sol estaba sobre sus cabezas.
Comenzaron a discutir. Las palabras se desfasaban. Se responderían antes de escuchar la pregunta.
O después de olvidarla.
Marina lloró.
-Siento que todo está pasando al mismo tiempo… o ninguna-.
Siguieron caminando. El paisaje se repite. El mismo árbol con un nido vacío. El mismo tronco caído con hongos azulados.
Pero cada vez que pasaban, el nido tenía menos huevos. Y el tronco… más podredumbre.
Como si algo estuviera muriendo con cada vuelta.
Encontraron una mochila.
Era de Bruno.
Pero estaba desgastada. Y dentro, una libreta con su letra: “Llevo tres años aquí. Creo que ellos no me ven. O quizás yo me adelanté demasiado”.
Bruno retrocedió.
Estefanía lo sostuvo.
-No puede ser. Llegamos hoy-.
Pero Marina murmuró:
-¿Estás seguro? ¿Y si ya llevamos más tiempo del que recordamos?-
Siguieron.
Cada uno por un sendero distinto. Aunque juraban estar juntos.
Marina vio a Daniel, mucho más viejo. Con la ropa hecha harapos.
-No vengas- le dijo. -Aquí no hay salida. Solo versiones nuestras. Y ninguna es mejor que la otra-.
Desapareció entre la niebla.
Bruno escuchó la voz de su madre.
-¿Por qué tardaste tanto?-
Pero ella murió hace años. O eso creía.
Estefanía encontró un espejo entre dos árboles.
Se miró.
Y vio a una anciana. Con sus ojos. Su sonrisa. Y una mirada vacía.
Gritó. Corrió.
Pero cuando miró hacia atrás… la anciana la seguía.
Y sonreía.
Solo uno volvió.
Horas después.
Oh días.
No lo sé.
Tenía cañas en el pelo.
La mirada ida.
Y un cuaderno en la mano, con la letra de Estefanía, donde se leía: “El tiempo se quiebra aquí.
Cada paso te aleja de tu línea. No hay regreso. Solo ramificaciones de lo que podrías haber sido”.
A veces, en el borde del bosque, aparece una figura.
Parecida a Bruno.
Oh Daniel.
Pero nunca igual.
Y quienes lo ven aseguran que, al mirarlo a los ojos, sienten que olvidan algo importante.
Como si una parte de sí mismos se quedara allí, entre los árboles, atrapada en algún momento…que ya pasó. O que nunca existió.
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Capítulo 35: “La Recta Infinita”
No figura en los mapas.
No tiene nombre.
Y no tiene desvíos.
Solo aparece en noches muy oscuras, cuando tomás la salida equivocada en la ruta, guiada por un GPS que dice: “Recalculando…”
“Sigue derecho”.
“Sigue derecho”.
“Sigue derecho”.
Una recta negra, infinita, sin curvas ni cruces. La autopista que no termina.
Lucas conducía solo. Había salido tarde de trabajar y quería evitar la ruta principal.
El GPS se trabó por un momento, luego ofreció una alternativa más rápida.
-Bueno…- murmuró -mejor así-.
Entró a la recta sin saber que ya no iba a salir por el mismo lado.
Al principio todo parecía normal.
Luces de neón cada tanto. Carteles verdes indicando distancias absurdas:
“Próxima estación de servicio: 1.206 km”.
“Próxima salida: 2.003 km.”
Lucas se río. Pensó que alguien había hecho una broma con los carteles.
Pero después de dos horas de manejar sin ver ni un solo vehículo…dejó de parecerle gracioso.
Sintonizó la radio. Solo estática. Hasta que, entre ruidos, se filtró una voz:
-...y seguimos en la Recta Infinita. Buenas noches, conductor solitario. Recuerde: no mire por el espejo retrovisor. Lo que hay atrás ya no le pertenece.
Lucas apagó la radio.
Más adelante, vio un auto detenido en la banquina. Luces apagadas. Puerta del conductor abierta.
Redujo la velocidad.
-¿Hola?- llamó, bajando un poco la ventanilla.
Nadie contestó.
En el asiento, una cartera abierta y un celular sonando.
En la pantalla: “Llamada entrante: Mamá”. Pero no había señal.
Lucas se fue.
Rápido.
Al tercer día, según su reloj, el tanque seguía lleno.
Y no sentía hambre.
Solo una secuencia extraña en la garganta. Y un frío pegajoso que venía del asiento trasero.
No se atrevía a mirar.
El GPS seguía diciendo lo mismo:
“Sigue derecho”.
Hasta que, en un momento, cambió.
“Quedan 93 años hasta el destino”.
Lucas lo apagó. Pero la voz siguió sonando. Desde los parlantes apagados del auto.
-¿Quieres saber qué pasó con los otros, Lucas?- decía la voz. -Los que también tomaron esta ruta.
Los que siguieron derecho. Los que creyeron que tenían a dónde ir-.
Lucas gritó. Pisó el freno.
Nada.
El auto no se detenía.
Pasó por estaciones de servicio que estaban cerradas, vacías, cubiertas de telarañas. Carteles que decían “¡Recién inaugurado!” con fechas de hace 40 años.
Una cabina de peaje…donde un operador momificado aún sostenía un billete.
Lucas ya no tenía miedo. Tenía resignación.
Empezó a ver más autos. Todos andando en la misma dirección. Ninguno adelantaba. Ninguno frenaba.
Algunos tenían los vidrios empañados. Otros…rostros pegados al cristal, mirando hacia afuera.
Rostros que no se movían.
La noche no cambiaba.
Ni el cielo.
Ni la carretera.
Solo Lucas, cada vez más pálido, más delgado, más cansado.
Finalmente, una voz distinta sonó en su cabeza.
Una que no venía de la radio, ni del GPS, ni del motor.
Era suya. Pero viejo. Distorsionada:
“Podés salir, si querés. Pero no como entraste”.
Lucas miró por el espejo retrovisor. Por primera vez. Y se vio a sí mismo. Mucho más viejo.
Con los ojos secos y los labios agrietados.
Manejando el mismo auto, pero en sentido contrario.
El otro Lucas levantó la vista y le sonrió.
En la banquina, alguien encontró un coche abandonado décadas después. Lleno de polvo.
Con una radio aún encendida, susurrando:
“Sigue derecho”.
“Solo uno más”.
“Solo una recta más”.
Y en el asiento del conductor...una figura sin rostro, mirando al frente.
Esperando que el viaje comience otra vez.
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Final del formulario
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Capítulo 36: “Los Niños de la Sombra”
El Orfanato San Ramón cerró sus puertas en 1973, luego de un incendio parcial que dejó una veintena de niños desaparecidos. El fuego solo afectó un ala del edificio, pero el director, el Padre Teófilo, desapareció esa misma noche y nunca fue encontrado.
Nadie quiso volver. Las autoridades lo clausuraron. Los registros se archivaron. Y las voces se silenciaron.
Pero las sombras no.
En 2025, el edificio sigue allí. Carcomido por la humedad, cubierto de hiedra. Puertas colgantes, ventanas selladas. Y en el portón de entrada, una inscripción oxidada:
“Donde crecen los olvidados, crecen también sus juegos”.
Emilia era fotógrafa urbana, especializada en lugares abandonados. No creía en fantasmas. Pero sí en captar lo que otros no ven.
Entró sola, justo antes del anochecer.
El aire tenía ese olor espeso a cosas que ya no existen. Polvo, madera podrida, tinta vieja.
Y algo más…dulce y ácido, como el aliento de un niño enfermo.
El salón principal aún conservaba pizarras, escritorios rotos, dibujos colgados en paredes que se descascaraban.
Emilia tomó una foto, la miró en la cámara y frunció el ceño.
En la imagen, varios niños estaban de pie junto al pizarrón. Vestidos con uniformes antiguos.
Mirando directamente a la lente.
Pero el salón estaba vacío.
Se río, nervioso. Pensó que era una falla en la cámara.
Avanzó por los pasillos.
Cada vez que disparaba una foto… los niños estaban más cerca. Nunca se repetirían. Eran diferentes rostros. Pero siempre con la misma expresión: Seriedad. Silencio. Ojos vacíos.
Y lo peor: Las sombras en la foto no coincidían con las figuras.
A veces tenían más brazos. A veces, más altas. O con garras.
En el antiguo dormitorio encontró una caja de juguetes. Al moverla, las paredes crujieron. Como si se quejaran.
Un trompo giró solo. Una pelota se mueve hacia ella lentamente. Y una cuerda de saltar... se levantó en el aire, sin manos visibles, y comenzó a girar.
-Uno… dos… tres…- susurró una voz, desde un rincón.
Emilia la enfocó con la linterna.
Nada.
Pero en la foto que tomó segundos después, había dos niñas jugando a la soga. Y una tercera, mucho más alta, con los ojos totalmente negros, girando la cuerda.
Trato de salir.
Pero los pasillos no llevaban al mismo lugar.
El salón donde había entrado ya no estaba. Los mapas en las paredes habían cambiado. Los dibujos colgados eran distintos.
Y cada uno tenía la misma firma: “E”.
Las sombras ya no necesitaban cuerpos. Corrían por las paredes. Se proyectaban desde objetos que no emitían luz. Saltaban, jugaban, se colgaban del techo.
Y a cada paso, Emilia notaba que su propia sombra era más lenta.
Se movía con retraso. Y a veces… se iba en dirección contraria.
Llegó a la capilla del orfanato.
Allí se encontraron bancos quemados, figuras religiosas con los rostros borrados. Y en el altar, un mural ennegrecido que mostraba niños sin ojos arrodillados ante una figura encapuchada, con múltiples brazos.
Sus propias fotos comenzaron a cambiar solas.
Los rostros de los niños se deformaban. Las sombras se volvían protagonistas. Y en algunas imágenes… ella misma ya no estaba.
Solo su sombra.
Jugando con los demás.
La última foto que tomó nunca la revisó. La cámara cayó de sus manos mientras corría por el pasillo.
Salió del edificio al amanecer.
Pero algo no estaba bien.
No proyectaba sombra.
Los vecinos del barrio dicen que, desde hace unas semanas, se escuchan risas infantiles por la noche. Ruidos de pasos en los techos.
Y que una mujer pasa por las calles, mirando el suelo, como si buscara algo que ya no la sigue.
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Capítulo 37: “Última Parada”
La Ruta 47 cruzaba el desierto más árido del norte. Una línea recta entre pueblos fantasmas y cementerios de camiones.
Tomás viajaba solo, con la radio apagada y el celular sin señal. Había salido de madrugada para evitar el sol implacable.
A las 09:17 de la mañana, el motor hizo un ruido extraño. La aguja del combustible estaba en rojo.
El calor pegaba como fundiendo plomo.
Fue entonces cuando la vio: una vieja estación de servicio, casi oculta por el polvo, sin letrero visible. Apenas un surtidor oxidado y una pequeña tienda a un costado.
Pero lo raro no fue verla.
Lo raro fue que el reloj del tablero, digital y preciso, se detuvo al instante exacto en que él giró para entrar: 09:17.
Y ya no avanzó más.
Bajo del coche. La puerta de la tienda crujió con un sonido seco, como de hueso al romperse.
Dentro, el aire estaba frío. Frascos viejos con golosinas endurecidas. Estantes con botellas cubiertas de polvo. Un ventilador giraba sin electricidad aparente.
Y detrás del mostrador, un hombre.
Demasiado tranquilo.
Demasiado… limpio.
-¿Gasolina?- preguntó Tomás.
El hombre lo miró sin parpadear.
-Claro. Surtidor 2. Te llenamos el tanque. No hay prisa-.
La voz sonaba hueca. Como grabado.
Tomás regresó al auto. Espere frente al surtidor.
Pero el marcador no subía. Ni una gota.
Miró el reloj: seguía en 09:17.
Volví a entrar a la tienda.
El hombre aún estaba allí, en la misma posición. Pero ahora había una mosca posada en su mejilla.
Y no se movía.
Exploró el lugar.
En una trastienda encontró sillas, platos servidos con comida petrificada, un televisor encendido mostrando una imagen congelada de un noticiero con fecha: 17 de septiembre de 1979.
El noticiero marcaba la hora: 09:17.
Fue entonces cuando escuchó pasos en el techo. Lentos. Arrastrados. Y voces infantiles cantando una canción monótona:
-El tiempo se duerme…el tiempo se calla…el tiempo se queda en esta muralla…-
Miró hacia arriba. Y juró ver, a través de una mancha del techo, un ojo parpadeando.
Intentó correr hacia el auto.
Pero la puerta no se abría. El motor no arrancaba. Y el reloj... marcaba lo mismo: 09:17.
Entonces noté algo más.
Cada objeto de la tienda, cada detalle, la posición de la mosca, el giro del ventilador, el humo suspendido de un cigarro olvidado, no se movían.
Todo estaba congelado en ese segundo eterno. Todo, menos él.
Cuando volvió a la tienda, el hombre ya no estaba.
Solo su ropa, perfectamente doblada detrás del mostrador. Y una nota, escrita con tinta temblorosa:
“Bienvenido al intervalo. Aquí no se envejece. Aquí no se muere. Pero tampoco se vive”.
“Si aún sientes hambre, todavía hay tiempo”.
Tomás corrió hasta los surtidores. Golpeó el coche. Gritó. Pero ningún eco respondió.
Y entonces lo entendió.
El tiempo no había dejado de avanzar. Él había salido de él.
Afuera, el cielo seguía igual. Ni el más mínimo movimiento en las nubes. Ni un solo pájaro.
Ni un soplo de viento.
Solo esa calma inmóvil. Y la certeza de que no era el primero en llegar.
En un rincón detrás de la tienda, descubrió más autos. Viejos. Apilados. Con esqueletos en los asientos, fundidos al volante, todos con relojes detenidos en la misma hora: 09:17.
Hoy, si viajás por la Ruta 47 al amanecer, puede que la estación se te aparezca en la niebla.
La reconocerás por el cartel medio caído que reza: “Última parada antes del silencio”.
Si te detienes...mira tú reloj.
Si deja de moverse, no bajes del auto.
Y nunca, nunca, acepta la oferta del surtidor 2.
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Capítulo 38: “Pacientes sin cita”
Todo comenzó con un ascensor. Raquel no recordaba a qué edificio había entrado ni por qué.
Solo que subió. Presionó un botón sin nombre. Y cuando las puertas se abrieron… ya no sabía cuál era su urgencia.
Solo sabía que tenía que esperar.
La sala era blanca. Demasiado blanca. Un largo pasillo con sillas de plástico contra las paredes.
Una máquina de café que no funcionaba. Revistas antiguas. Y un reloj sin manecillas.
Había otras personas sentadas. Hombres y mujeres de distintas edades. Todos con la misma expresión: Confusión disfrazada de paciencia.
-¿Hace mucho que esperas?- preguntó Raquel a una anciana.
La mujer ladeó la cabeza.
-No lo recuerdo. Pero si estoy acá, es por algo, ¿no?-
No había ventanas. Ni música ambiental. Ni recepcionista.
Solo una puerta al fondo del pasillo, con un cartel que decía:
“Solo cuando te llamen”.
Y, debajo, una lista que se actualizaba sola. Nombres que aparecieron y desaparecieron sin patrón lógico.
Raquel nunca vio el suyo.
Con el paso del tiempo, si es que algo pasaba allí, comenzó a notar cosas raras.
Un hombre joven que tenía el mismo libro en las manos desde que llegó… ya iba por la misma página por tercera vez. Una mujer se sacaba y se volvía a poner los zapatos, sin darse cuenta.
Y un niño que jugaba con un yo-yo… cada vez que bajaba, nunca regresaba.
Intentó irse. El pasillo parecía interminable hacia atrás. Pero cuando caminaba lo suficiente, la misma sala aparecía de nuevo.
Los mismos rostros. Las mismas revistas. La misma cafetera que no sirve.
-¿Y vos?- le preguntó un hombre calvo que parecía más despierto que los demás. -¿Para qué viniste?-
Raquel abrió la boca.
Y se dio cuenta de que no lo sabía.
No sabía su apellido. Ni si tenía hijos. Ni siquiera si era mañana o ayer.
Solo sabía que tenía que esperar.
Una vez por día, o lo que parecía un día, la puerta al fondo se abría sola. Una figura encapuchada salía, sin rostro visible. Decía un nombre.
Alguien se levantaba. Entraba sin decir nada. Y la puerta se cerraba.
Nunca salían.
Raquel intentó no dormir. Pero cada vez que cerraba los ojos, soñaba con pasillos idénticos, infinitos, donde otras versiones de ella esperaban también. Algunas lloraban. Otros envejecían.
Una se había convertido en parte del muro. Literalmente.
Un día, se animó a hablar con un hombre que estaba parado en una esquina, mirando el reloj sin manecillas.
-¿Hace cuánto estás acá?- preguntó.
El hombre la miró fijamente.
Y respondió:
-Yo soy el que estaba antes que vos-.
-¿Antes que yo?-
-Si. Vos fuiste la que reemplazó mi turno. ¿No lo sabes?-
Ella retrocedió.
-¿Qué quieres decir?-
-Todos reemplazan a alguien. Todos toman un lugar. Es la única manera de entrar-.
La lista en la puerta parpadeó.
Raquel miró. No estaba su nombre.
Pero había algo nuevo. Una línea en rojo:
“Cuando recuerdes, podrás pasar”.
Los otros pacientes comenzaron a mirarla. Uno por uno. Con ojos vacíos pero atentos.
-¿Qué tengo que recordar?- murmuró.
Y en su mente, un instante fugaz: un auto, una frenada, una figura corriendo, sangre.
La puerta se abrió sola. Sin que nadie la llame.
Ella se puso de pie.
-Ahora lo sabes- dijo el hombre del rincón.
-Estoy… ¿muerta?-
Él negó con la cabeza.
-No todavía. Estás en la antesala. Esto es lo que viene antes. Lo que pasa cuando no sabés si vivir o dejarte ir-.
Raquel miró la puerta. Oscura. Abierta. Silenciosa.
Y detrás, pasos... pasos de ella misma.
Cuando cruzó el umbral, los demás pacientes se quedaron inmóviles.
La puerta se cerró.
La lista volvió a cambiar.
Y apareció un nuevo nombre en la sala. Un joven con la ropa chamuscada. Miraba sus manos, confundido.
Se sentó.
Y esperó…
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Capítulo 39: “Sin salidas”
Despertó con un zumbido en los oídos. La primera sensación fue la de claustrofobia.
Estaba acostado en un suelo de cemento liso, en una habitación sin ventanas, sin puertas, sin muebles.
Solo una bombilla colgando del techo, pendulando levemente, proyectando sombras alargadas que no encajaban con su movimiento.
Se incorporó con lentitud. La cabeza le pesaba. El aire olía a metal viejo y encierro.
Gritó.
-¿¡Hay alguien!? ¿¡Hola!?-
El eco devolvió su voz, pero deformada. Más grave. Más lento.
Como si alguien le respondiera desde dentro de su propio cráneo.
Dio vueltas por el cuarto. Tocó las paredes, buscó hendiduras, grietas, algo.
Nada. Lisa. Perfecto. Sellado.
Ni una marca. Ni una salida.
Entonces notó su ropa: una bata blanca, sin bolsillos. Y su piel: llena de pequeñas cicatrices circulares, como si le hubieran pinchado agujas muchas veces.
Se palpó los brazos, el pecho, el cuello. Había algo debajo de la piel.
Como… hilos.
La bombilla osciló. Y la sombra en la pared no lo siguió.
Se congeló.
La sombra seguía allí, pero no era la suya. Era más alta. Más flaca. Más… torcida.
Y lo miraba.
Se acurrucó contra una esquina.
No había sonido, no había viento, no había tiempo. Solo su respiración, su miedo, y la sensación de que alguien más compartía el espacio con él.
Una voz susurró, sin labios:
-¿Ya lo recordaste?-
Él se tapó los oídos. Pero la voz venía de adentro.
-No…no hice nada…-
-¿Seguro?- respondió la voz. -¿Seguro que no sabés por qué estás acá?-
Fragmentos comenzaron a emerger: Una sala blanca. Gente con uniforme. Una mesa. Electrodos.
Gritos.
Y una frase:
“-Si no puede salir…que se encierre consigo mismo-”.
Corrió hacia una pared y la golpeó con el puño.
-¡Déjenme salir! ¡No estoy loco!-
La bombilla parpadeó. Y por un instante, la sombra fue múltiple.
Doce siluetas a su alrededor. Todas con su rostro. Todas riendo.
Se tapó los ojos. Temblaba.
-No me acuerdo…no me acuerdo de lo que hice…-
Una imagen: una mujer, sangre en el suelo, él con un cuchillo en la mano, y su propia voz diciendo: “No era yo. No era yo”.
Cuando abrí los ojos, la habitación era distinta.
Las paredes tenían manchas. Dibujos infantiles. Nombres tachados. Y la bombilla ya no colgaba: flotaba como si fuera parte del aire mismo.
El suelo estaba cubierto de cristales rotos. Cada trozo reflejaba una versión de él: una gritando, otra llorando, otra carcajeándose.
-¿Quieres salir?- preguntó la voz.
-Sí…por favor-.
-Entonces mira. Hasta el final-.
Uno de los espejos mostró la verdad.
La habitación no existía. Estaba sentado en una sala acolchada. Atado. Babeando. Sus ojos vacíos. Su mente perdida.
Y doctores observándolo tras un vidrio. Anotando. Ignorándolo.
El espejo estalló.
Y volvió a la celda blanca. Sin ventanas. Sin puertas. Sin salida.
Pero ahora lo sabía: el encierro no era castigo.
Era la única forma de evitar que saliera.
Aún hoy, dentro de su encierro imaginario, sigue buscando una puerta.
La bombilla sigue encendida. Las sombras siguen creciendo. Y su voz, la real, se apagó hace años.
Pero su mente…su mente sigue activa. Vagando por un cuarto sin salidas.
Porque cuando te pierdes en vos mismo, no hay cerradura que sirva.
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Capítulo 40: “La Puerta Siempre Abierta”
La alarma del despertador sonó a las 6:66. Un pitido que no debería existir.
Iván se sentó en la cama, sudando. No recordaba haber puesto esa hora. Tampoco recordaba acostarse.
Miró a su alrededor. Su habitación, aparentemente normal…pero con detalles que no encajaban:
los libros estaban al revés, los cuadros colgaban hacia abajo, y afuera de la ventana… no había nada.
Solo niebla.
Bajó las escaleras. Su casa estaba en silencio. No había ruidos de autos. Ni pájaros. Ni viento.
Solo ese zumbido grave, constante, que parecía venir desde debajo de la tierra.
Cuando abrió la puerta principal, no encontró su calle.
Solo un pasillo.
Largo. Estrecho. Con paredes de piedra húmedas. Y una sola bombilla colgando, tambaleándose.
Avanzó.
No porque quisiera, sino porque algo lo llamaba.
Cada paso lo llevaba a otro sitio.
Un vagón de tren vacío. Una biblioteca inundada. Una habitación sin ventanas. Una morgue.
Una iglesia.
Lugares que nunca había visto, pero que le resultaban familiares. Como si los hubiera soñado.
Oh vivido.
En cada sitio, voces.
-¿Recuerdas esto? Tú ya estuviste acá. ¿Creías haber salido?
Y en cada lugar, una figura: una sombra, una silueta distorsionada, alguien que le decía: “No se puede escapar”.
En uno de los pasillos, vio algo que lo detuvo en seco.
Un espejo.
Y al otro lado, él mismo. Pero más viejo. Cansado. Con los ojos apagados.
El reflejo le habló, sin mover los labios:
-Bienvenido al último lugar-.
-¿Cuál?- preguntó Iván, temblando.
-El que encierra a todos los demás-.
El espejo se quebro. Y del cristal surgió una puerta.
Una vieja, de madera negra, tallada con símbolos.
Iván la abrió. Y entró.
Volvió a estar en su cama. Con su despertador marcando 6:66. Sudando.
Todo había sido un sueño.
¿O no?
Se sentó. Respiro hondo. Trató de ignorar el zumbido que crecía en su oído.
Pero cuando miró por la ventana…no había calle.
Solo niebla. Otra vez.
La puerta de su casa volvió a mostrar el pasillo.
Y mientras avanzaba, los mismos escenarios se repetían: El tren. La biblioteca. El hospital. La tienda. El cementerio.
Todo en desorden. Como si alguien hubiera barajado los capítulos de su vida.
Y entonces, la revelación.
Él no era Iván.
Era cada uno de ellos. Había sido la niña en la escuela abandonada. El hombre de la carretera.
La mujer de la sala de espera.
Todos los que cayeron en este lugar sin nombre.
Este libro maldito.
Y cuando descubrió esa verdad, llegó a una última habitación.
Una biblioteca.
Un solo libro. Negro. Polvoriento.
En la tapa: “Llaves del Silencio”.
Lo abrió.
Y leyó la primera frase del primer capítulo:
“Todo comenzó con un ascensor”.
Iván (¿o cómo se llamara realmente?) cerró el libro.
Y comprendió.
Cada historia, cada lugar, cada suceso…eran él. Fragmentos rotos. Eco de una mente atrapada en un ciclo infinito.
Porque el horror, el verdadero horror, es no saber dónde termina y dónde empieza uno mismo.
La bombilla parpadeó.
Un zumbido.
La puerta negra se abrió.
Y la historia volvió a comenzar…
FIN